domingo, 17 de enero de 2010

Fantasma

Acababa de amanecer y una sombra de dolor vestía el horizonte por encima de las rosas del verano. Rosas secas que hacían recordar los versos que una mujer, algo mayor de 30 años, había pensado cortar para entregárselas a un hombre que le había entregado no sólo unos minutos más de alegría en su vida, que parecía rendirse ante la inminencia de la muerte y la depresión, y que le había permitido conocer nuevos rumbos, nuevos horizontes y nuevas formas de amar.

Las rosas, sin embargo, aunque secas seguían haciendo parte de este mundo. Igual que ella, igual que él, que seguían recorriendo. a pesar del calor, los caminos que habían permitido que ella lo amara a él, lo necesitara; y él la necesitara a ella, la salvara.

Pero él, otro él, hacía parte de universos en los que sólo habitaban su alma, sus sueños rotos, el recuerdo de una tumba sembrada en la tierra del mundo primero. Nada más.

Sus poemas en el mundo de aquellas rosas habían sido olvidados, enterrados o consumidos por el moho. Inéditos se habían quedado metidos en una caja que el tiempo, el agua y el olvido fueron pudriendo de tal forma que en el lugar que alguna vez un verso decía "quédate ven amor" hoy sólo se veía un gusano alimentándose de papel, de tinta mojados.

A veces este hombre se despierta y empieza a recorrer el mundo, el mundo de las rosas secas, y persigue, en silencio, a esa mujer que va con su salvador, con su nuevo y vivo ángel de la guarda. Su dulce compañía la invita a escuchar los cantos de uno o dos violines o tal vez de un arpa o un conjunto de tambores andinos. Ella acepta, se derrumba ante la inminencia de una respuesta positiva. Se deja llevar, lo abraza, tal vez lo besa... sí, lo besa, y como siempre se olvida de que en un lugar, no muy lejos de allí, los huesos sin alma de un hombre la esperan y necesitan revivir.

Y para esto último lo único que necesita es que ella, en algún momento de su vida, tal vez sobre una cama, mientras ama a su otro, o en el autobús, cuando viaja hacia su otro, o en medio de un baile, con su otro, o al dormir o al escuchar o al leer, lo recuerde. Lo llame con su pensamiento, llore; sí, que tal vez llore y sienta en el pecho una aprensión terrible y el peso de una culpa, por lo menos pasajera, que le indique que si alguna vez está sola en el mundo, un cadáver estará siempre esperándola.

Él, su alma, la sigue, los sigue, despacio, como si temiera ser visto pero no deseando menos que eso. Sí, que lo vea y se asuste y se sonroje y se desmaye; que quizá se desmaye y él, su otro, se asuste. Que pelara el cobre y huyera y la dejara ahí, sin más prevención que la de no ser visto por algún par de ojos que lo juzguen.

Pero no. Ella no lo ve y no se desmayará. Y si se desmaya él no saldrá corriendo. Acaso, si esto sucediera, él sacaría a golpes o a gritos al fantasma, que correrá por la calle en busca de la esquina o la alcantarilla más próximas. Se arrodillará de regreso, la tomará por la cabeza y le dará un poco de su aliento para que ella despierte.

Y ella, sintiéndose como una bella durmiente en manos, en brazos de su príncipe, no podrá menos que besarlo, que agradecerle, que suspender, cancelar la invitación y llevarlo hacia su lecho, para amarlo como bien pudiera merecerse.

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