jueves, 11 de agosto de 2011

"Puede ser la luna a mis espaldas"

Nota: No me atreví a hacerle la corrección que tal vez merecía el texto. Los que hemos leído a Caicedo acostumbrados estamos a perdonarle libertades de estilo y redacción. La magia está en otra parte.

Puede ser una tarde con estrellas
La tarde se parece a mí
Soy un hombre melancólico
Soy un poeta.
Cuando tenía 12 años fui a mi primera
fiesta y fue cuando me tocó bailar por
primera vez en mi vida. Me fue muy mal.
No me cogió el paso. Me dijo: no le
cojo el paso y me dejó allí. Y yo fresco.
Pero yo ahora pienso
que si me hubiera cogido el paso ahora yo
sería bailarín y no poeta.
Hay gente que puede ser poeta y bailarín
al mismo tiempo.
Pero yo no puedo. Yo soy un hombre melancólico.
Puede ser la luna a mis espaldas.

Andrés Caicedo Estela

lunes, 1 de agosto de 2011

La habitación de al lado

Sucedió en la habitación de al lado y hace ya mucho tiempo. Pero ella no lo ha olvidado y ciertamente yo tampoco. La noche era joven, fría y se presumía agotadoramente aburrida. La fiesta que se había programado con amigos y conocidos no había tenido la concurrencia esperada y apenas un puñado de rostros conocidos ocupábamos el lugar llenándolo de bostezos y carcajadas solitarias que se aparecían de vez en cuando.

Recuerdo cómo hablábamos de cualquier cosa y cómo yo empezaba a notar –efecto del frío o la soledad, no sé- que ella, una amiga con la que había cruzado cartas, mensajes, llamadas y mil cosas cuando había pasado algunos días de su vida allende el mar, resultaba más atractiva y sensual de lo que había notado antes.

Quién sabe qué motivos tuvo ella. Pero tampoco quise averiguarlos cuando me respondió un breve intento de coqueteo con una sonrisa leve que se convirtió en una inaudible respuesta cuando decidió susurrarme algo al oído.

Sé mis motivos y no hablaré mucho de ellos. Pero sí diré que la noche pasaba lenta y las carcajadas que de vez en cuando anegaban el lugar, interrumpían los pocos silencios que, más que incómodos, invitaban a lanzar propuestas arriesgadas.

Propuestas que yo lanzaba con mis ojos y ella parecía responder igual. Pero cuando la boca quería firmar la propuesta y sellar la aceptación, la torpeza aparecía en forma de tartamudeo o se disfrazaba de sonrisa. Finalmente las palabras no hicieron falta. Las miradas cerraron el pacto y la noche conspiró con su lento transcurrir.

Busqué algo que no recuerdo haber necesitado y me dirigí a esa, a la habitación del lado. El paso lento se hizo bullicioso ante alguna nueva carcajada inoportuna que pretendió llamar mi atención. Tardó mucho en llegar a mí. Llegué a pensar que no lo haría. Pero el sonido de sus tacones arremetió en la habitación con un leve escándalo apresurado.

Cerramos la puerta con seguro y dejamos la luz apagada, recurso facilista para no cerrar las cortinas. Levanté su falda mientras sus manos heladas y ansiosas desabrochaban mi pantalón. Las bocas torpes que antes sonreían o repartían susurros en oídos ajenos se ocupaban formando apretados y desesperados besos.

De pie, afanados, acallando gemidos mudos, extasiados por la prisa, hicimos en apenas unos minutos lo que tal vez no habríamos podido hacer cuando el tiempo y las circunstancias nos fueran más favorables. La sonrisa en su cara había desaparecido y era ahora un lamento de placer congelado en medio de la noche. Mis intentos de coqueteo de minutos atrás eran ahora brazos que apretaban, manos que dominaban, cuerpo que arremetía.

Un llamado en la puerta interrumpió lo que ya se acababa. Apreté mi mano contra su boca y me apresuré a responder alguna cosa en voz alta. Cuando abrí la puerta su falda ya había regresado a su lugar y su cabello recuperaba la compostura. La dejé tras de mí aunque luego, un par de minutos después, salió a mi encuentro.

La noche siguió con su paso lento. De nuevo una sonora carcajada invadía el espacio. Ella me empezó a hablar de cine y yo traté de arrastrarla, sin éxito, a una charla sobre la política internacional. Cuando dijo adiós sonrió con el mismo gesto en los ojos que imaginé cuando susurró en mi oído hacía tan solo algunas horas. “Adiós”.

Vine a recordar todo el asunto ahora. Ahora cuando recuerdo que sucedió en la habitación de al lado y ella habla conmigo ya no de cine sino del cambio de la moneda y otros asuntos de la menor importancia. Yo trato de arrastrarla a una charla sobre aquel director de cine que tanto le gustaba. Juraría que me acaba de sonreír. Creo que lanzaré algún torpe coqueteo. Que no haya nadie en la habitación de al lado. Espero.