lunes, 22 de noviembre de 2010

Vacío

Siempre habrá tiempo para el olvido, para levantar de nuevo la cabeza y para enfrentarse de nuevo, con total tranquilidad, a un mundo lleno de posibilidades abiertas, de peces en busca de ser pescados, de luz, de sol y de rutas que deben ser descubiertas. Eso lo sabe. No le queda duda de que así será. Pero eso no sirve para menguar el vació que se apodera de su pecho.

Pasan las horas y los días y él no sabe qué camino tomar. Es consciente de que el futuro no se quedará esperándolo para siempre, pero el afán no es su mejor amigo ni su mejor estrategia. Ha decidido quedarse sentado frente a sus recuerdos mientras el sol decide escaparse del cielo y ya, con la noche, dejarse vencer por el cada vez más débil poder del sueño. Algo que parece improbable.

Hace tan solo un par de noches no fue capaz de dormir por más de una o dos horas seguidas. En la profundidad del sueño algo, alguna presencia lejana le hablaba al oído, le recordaba su voz, su aroma, sus palabras. Tentado a llamarla encendía la luz y se resignaba a observar el techo blanco y frío. Un techo que poco a poco iba tornándose azul, más claro en su blancura. Y llegaba la mañana.

La calle, ese destino obligado, recibía a un hombre que trataba de ocupar sus pensamientos en filas de bancos, cuentas por pagar, trancones que apelaban a su paciencia y compras que había que hacer. El hambre hacía días no lo acompañaba, pero se daba el chance de engañar a la boca con algún plato para masticar. Ritual que hacía puntualmente a cualquier hora, en cualquier lugar. De cualquier manera.

Sabía que debía evadir rutas comunes o, por lo menos, esas que están llenas de recuerdos. Pero sus pies no son más fuertes que su deseo y siempre llegaba a la esquina de siempre, al restaurante en que ella se daba la oportunidad de reír mientras torpe y mágicamente dejaba caer sobre sí algo de comida. Los dos reían.

También se atrevía a meterse al cine en el que en varias ocasiones presenciaron historias lejanas que los acercaban un poco más. El beso, el abrazo, la caricia, encontraban en la tiniebla titilante de la sala a la mejor aliada y las sonrisas mudas hacían acto de presencia en sus oídos.

Pero eran sólo recuerdos que, a pesar de su calidez, no lograban llenarlo de esperanza ni sacarle una sonrisa de más de dos segundos. Tiempo que pretendió extender esta noche con un par de cervezas frías en el bar, el primero, el único, el destino siempre buscado tras una tarde de restaurante, cine, caminatas por calles al azar y paradas cada vez que una luz, su sonrisa, deseara ser apagada.

La suerte, buena o mala, le permitió coincidir. Sorpresa esperada, pero casi descartada. Ella estaba allí, sentada en el rincón que en otro tiempo les perteneciera a los dos. Mirando hacia afuera, como esperándolo, como pretendiendo llamarlo con la mirada. Al verlo, sonrió con la torpeza de quien logra más éxito del esperado. Se abstuvo de saltar hacia él, que lentamente se acercó.

La noche, con lluvia, posee ese formidable brillo que se ambienta con la enorme sonrisa de quien se atreve a mirarlo desde la silla de en frente. Algo más confiado que hace un par de horas, que hace unas cuantas cervezas, se osa a lanzar miradas fijas a los ojos, sonrisas de medio lado y uno que otro comentario que, en otro momento, preferiría comerse para no correr el riesgo de pasar vergüenza.

Y a esa noche salieron. Cubiertos por una enorme nube gris, bañados por una leve llovizna, caminaron como antes, sus brazos enlazados. Sus miradas buscando esquinas dignas de presenciar sus besos. Y al final del sendero azaroso: una habitación, una cama, unas sábanas ansiosas de recibirlos.

***

Por las grietas de la cortina se cuelan los rayos de sol. Se dibujan en la habitación las presencias: libros regados por el suelo, un computador que anhela, exige ser conectado, un desastre de miserias desparramado por todo el lugar y, sobre la cama, un hombre, él, observando con ojos atentos la frialdad blanca de un techo mudo.

Empieza su nueva rutina. Abre ventanas, sale a la calle, ocupa su mente en bancos, cuentas, comida, calles… de nuevo un cine se atraviesa en su camino. Cae el sol nuevamente, el bar lo llama y allí, como cada noche, un rincón reservado. Como cada noche, nadie lo espera. Como cada noche, fabricará un recuerdo para rellenar su incapacidad de olvidar.

Un recuerdo que, como esta historia, concluye con un hombre mirando a un techo frío, blanco. Vacío.