viernes, 16 de abril de 2010

No me pidas perdón

La última vez que te vi sonaba en tus labios el tarareo de la misma canción de siempre y a la altura de tu frente un colibrí empezaba a zumbar las palabras que en años había sido incapaz de pronunciarte desde mi morada de ojos azules y llanto gris.

Caminabas (¿corrías?), y el viento se empeñaba en sostener en el aire la extensión perfumada de tu cabello negro, que espantaba con su olor a fríos jazmines el calor del ocaso veraniego y la impaciencia de la insoportable tarde bogotana.

Apenas si me viste y pasaste por mi lado, con tu cabello, tu perfume, tus labios y tu colibrí, y arrollaste con tu paso fugaz mi existencia, que ya no fue la misma y que ya no volvería a verte aparecer por los linderos de esta ciudad que ya no te pertenece ni te necesita ni te hace falta tampoco.

Giré, y el aroma perfumado de tus pasos se quedó impregnado en tus recuerdos y me acompañó por siempre hasta estos, los últimos días de mi vida en esta ciudad que ya no me necesita a mí tampoco.

Por eso me voy, porque ya no soy útil para estos ocasos naranja y lila que justo a las 5:47 de la tarde invade las siluetas de los cerros y que dibuja un paisaje que ya no veré nunca más, como nunca te volví a mirar a ti. Por eso escribo, por la nostalgia que me provoca el saber que ya nunca más te vi, que esa tarde fue la primera y última vez que apareciste por estos caminos de asfalto y humo negro y que esta, mi ciudad, dejó de ser mía desde el día en que tus aromas y tus labios reemplazaron el rocío que emanaba de los cerros minutos después de aparecer el amanecer sabanero.

Y también el orange ocaso, el sunset naranja de la otrora Santa Fe, de la otrora Santa Fe de Bogotá, de mi siempre definitiva y preferida Bogotá, la natal, la rutinaria, la mía Bogotá. Fueron, fuiste tú.

Voy detrás de ti, aunque no sé a ciencia cierta hacia dónde ni si acaso existes aún después de tantos años de haberte esfumado a la vuelta de la esquina gris y pesada de aire de tarde bogotana. Voy detrás de algo que nunca conocí pero que se quedó conmigo a pesar del hostil paso de los años,; algo que me hizo olvidar el nombre de mis hijos, de mi esposa, de mi libro favorito, de la calle en la que tengo que tomar el bus, del valor del pan del desayuno de mañana, de los versos de mi poema favorito, ese que hablaba de una amiga eterna que además de dejarse querer debía soportarme; tiempo que me hizo olvidarme incluso de la medicina para los lumbagos, pero que no me hizo olvidar tu aroma ni tu nombre, aquel que nunca pronunciaste ni supe nunca.

Voy detrás de ti, porque ante la inminencia de los hechos, debo partir y buscar refugio en lo único que sé que podría cobijarme y hacerme olvidar de estos ocasos y de estas tardes y de estos rocíos y de estas muertes de a peso y de esos poemas dedicados y de esos besos esquivos y de esos recuerdos olvidados.

La maleta está lista, así mismo mi cuerpo, que he vestido a la altura de las circunstancias y que parece resignado a desacostumbrarse a un ambiente que fue el único que conoció, soportó y, sí, quiso.

Los pasos los he contado en mi memoria esquiva y sé por cuál camino andar y por cuáles senderos atajar la distancia. También sé en qué parajes puedo descansar y he imaginado en mis noches de insomnio cómo se ve desde afuera la casita en la que pasaré los últimos años esperando que te dejes encontrar.

Tendrá una lámpara vigilando la entrada, espantando la noche para que su oscuridad no entre a importunarme. También una vieja puerta de madera pegada a la pared con viejos, oxidados y tenaces tornillos y puntillas y otros trozos de metal, aferrándose a su suerte como yo al recuerdo que olvidó en mí otra ella, otra ella.; de tu mirada, que se me fue una noche, definitivamente, un 19 de noviembre, cuando por fin fue capaz de matar la ilusión y yo fui capaz de empezar, seriamente, en matarme. Eso es otra, otra historia.

Dos ventanas por las que la luz entrará de día y saldrá de noche. Un caballero de la noche plantado al extremo izquierdo que, alumbrado por la lámpara vigía, espantará el aroma de tu recuerdo por unos minutos, los mismos en que recordaré el arco iris verdoso del colibrí que zumbaba en tu frente, susurrando a gritos que alguien te miraba y tú, siempre incompasiva, no le prestaste atención y seguiste con tu paso, pausado y fugaz.

Y allí, encerrado, pasaré las mañanas paseando de lado a lado, por los pasillos y las habitaciones de mi casa nueva, acabada por sus años y revivida por los últimos míos: Un par de mesones con las marcas del polvo recién espantado, varias torres de libros que leí siendo joven y que siéndolo aun empecé a olvidar; grifos oxidados manando chorros de agua en poco turbios y un baño con sus azulejos, algunos rotos por la humedad y el abandono. Habrá, también, una pequeña sala con un sofá y un par de sillas con olor a muchos años. Una nevera alimentándose de mi hambre. Una caja de música alimentando mi silencio.

En las tardes, a eso de las dos, saldré a espiar el mundo, buscando a la vuelta de las esquinas una pista que me recuerde a la ciudad que abandoné. Buscando en el paso acelerado y pausado de las mujeres el testimonio, alguna pista que me demuestre que no fuiste un espejismo.

También caminaré recordando los tiempos en que podía optar por el bus, el taxi o a los pasos marcados por el afán de mis pies, saludables al contacto de su desnudez con el frío del suelo, el pasto o la alfombra.

En una silla, encerrado, frente a la ventana, esperaré tras la cortina transparente, aspirando el olor del caballero de la noche, a que un colibrí me anuncie tu llegada y un ventarrón me anuncie tu nueva partida. Esperaré que te dejes encontrar en los últimos minutos de mi vida para adueñarte de los últimos cuartos vacíos de mi memoria.

Y entonces te irás, paso a paso, con la desnudez de las plantas de tus pies y la frescura del caballero de la noche te irás. De nuevo; llevando con tu aroma al colibrí y a tus labios, intactos y diferentes, envejecidos por el tiempo, que no fue inmune a mis recuerdos ni a los años de ausencia de tu cuerpo.

De nuevo te irás condenándote a mi recuerdo y condenándome, de paso, a tu olvido y a tu ausencia, así como esa tarde en que me jodiste la vida y me encerraste en la cárcel de las horas sin ti, sin saber de ti, sin saber qué ni quién carajos eres tú, ni para qué viniste, ni para qué o a dónde te fuiste.

Pero no me pidas perdón, no me digas nada, no calles ni guardes en tu ausencia el rencor de haberme olvidado o de no haberme visto siquiera. No me pidas perdón y vete, para seguirte buscando, para seguir pidiendo al tiempo más tiempo, a la vida más vida y a la memoria más memoria para poder seguirte buscando, seguirte encontrando, seguirte recordando y empezar a olvidarte.

Para no llevarte conmigo a la tumba, para que el mundo sepa de ti y de mí y para que tu recuerdo sea el olvido de mi memoria, la misma que me hizo olvidar el nombre de mis hijos y de mi esposa y que me impide mirarlos a los ojos ahora que cruzo el umbral de la puerta.

Ahora me encamino hacia ti, sin mirar atrás, sin decir adiós, sin decir nada. Empiezo a rememorar tu aroma y el color de tu cabello negro y el arco iris verdoso del colibrí zumbante.

No me digas la verdad, no mientas, no digas bienvenido. No me pidas perdón y déjame, por enésima vez en la vida, recordarte, buscarte, encontrarte y perderte.

viernes, 2 de abril de 2010

Deus Writer

Un hombre va a la casa de la mujer que ama y golpea, toco toco toc, en espera de que ella, con sus cabellos tan negros como la noche y sus labios tan frescos como un oasis, le reciba con una sonrisa de sorpresa y amor en el rostro. Ella, por supuesto, no abre, pero se oyen pasos en el interior de la casa; pasos acelerados. Sonidos secos pero fuertes hacen retumbar las paredes. Sigue la puerta cerrada, toco toco toc. Los sonidos, cada vez más repetitivos dos responden.

Una mujer pasa una tarde cualquiera abrazada a un hombre, un hombre, digamos, blanco o mestizo. En la cama, abrazados, vencidos por unos bostezos, observan la televisión. En otra habitación el silencio los escucha. De pronto, sin que nadie lo sospechara, la puerta grita acerca de la presencia de alguien frente a ella. Pam pam pam. Presurosos corren, esconden, saltan, visten, cubren, apagan, tienden. No quieren abrir, pam pam pam.

Una mujer, quiero decir otra mujer, mira desde la ventana las calles frente a su casa: Pasan raudos los autos en vías de un destino anónimo; ciclistas buscando direcciones en las placas verdes de los portales de las viviendas; adolescentes vestidas de uniforme con sus cortísimas faldas riendo o llorando; un par de perros machos cortejando a una hembra. Un hombre, justo frente a la mirada furtiva de la fémina se detiene frente a la casa de los vecinos y toca, tic tic tic. Su mirada, la de ella, se alza un poco y observa en el segundo piso a la vecina, sorpresivamente acompañada, un poco asustada, escondiendo, tapando, apagando. El hombre de afuera se desespera o parece hacerlo, tic tic tic.

Un perro café husmea con su nariz las partes sexuales de su propio cuerpo mientras otro de su género y especie hace lo propio pero bajo el rabo de una hermosa y mugrosa hembra blanca sucia. Un poco de desespero se nota en el andar de la dama canina, mas sin embargo su cuerpo está lejos de empezar a correr. Un sonido, tan tan tan, llama la atención de quien se lame los genitales y aunque la figura no es muy conocida, se limita a mirar sin emitir siquiera un ladrido. Su compañero se ha adelantado y la dama canina lo resiste sobre su espalda sucia y maloliente. Tan tan tan.

El vuelo 452 hacia París pasa sobre la ciudad dejando atrás el insoportable sonido de sus turbinas tratando de romper la barrera del sonido. Por supuesto, como es bien sabido, no lo harán, no pueden hacerlo. Las calles retumban por el ruido. Sin embargo, abajo, en la tierra, se logra escuchar, tac tac tac, un hombre golpea alguna puerta. La vibración de las turbinas agita un poco el suelo, algunos árboles, los vidrios de las ventanas y un par de autos que disparan sus alarmas. Tac tac tac.

Es la tercera vez que llama. Nadie abre, nadie responde. Un perro mira con gesto amenazador mientras una mujer arroja agua fría sobre otros dos caninos que intentan reproducir una vez más la especie. Los sonidos en el interior de la casa han desaparecido. Toco toco toc. Su mano lanza una pequeña roca, minúscula, hacia la ventana de arriba. Toc. Nadie responde, nadie abre. Adiós.

El pobre hombre, frente a su casa, mantiene cierta preocupación en el rostro. La vecina quisiera abrirle su puerta y dejarlo entrar. Ella también necesita compañía. Ella tampoco la tiene. Su atención, la de ella, se dirige ahora hacia unos perros callejeros. Corre, llena de agua un balde, sale a la ventana de arriba y arroja, con puntería certera, el líquido helado sobre los agitados y lujuriosos perros. Ladran, lloran. Se van corriendo. Tic tic tic. El hombre se va.

Su respiración es agitada. Pam pam pam. Tocan de nuevo al otro lado de la puerta. Un avión, la alarma de uno o dos carros se oye en la lejanía. Varios ladridos cortan el silencio de la calle de enfrente, inmediata, y opacan el ulular de los autos y el tremebundo paso de las turbinas. París nos deja. La ventana llama o alguien afuera lo hace. Uno o dos minutos después, el silencio. Agitada, aún, mira a su alrededor y sus ojos se detienen en los de él, quien también la mira. Es mejor no seguir adelante. Pram. La puerta de la calle se cierra. Su acompañante deja de serlo y se va para siempre. Ella, desconsolada y radiante, sube la escalera, tlac tlac tlac. Adiós.

Deus Writer, sentado en una cafetería cualquiera, escribe mientras el humo de un café oscuro y sin azúcar invade el ambiente. En su mano derecha la pluma, en la izquierda la bebida caliente. Sus ojos, por encima del marco de sus gafas observan detenidamente el paisaje solitario o mejor desolador que se teje a su alrededor. Una mujer escondida tras una cortina observa y desea a un hombre joven y atractivo que golpea en la puerta de la vecina de al frente; detrás de aquella puerta un él y una ella enfrentan la realidad y deciden dejarse el uno sin el otro para siempre. Un perro, por curioso, pierde la oportunidad de aparearse y mira, con resignación, cómo su amigo se agita sobre una bella y mugrosa dama canina.

Writer escribe velozmente sobre el papel amarillo tratando de plasmar en él antes de que desaparezcan las ideas que lo abordan. El humo del café empaña un poco los lentes de sus gafas. De pronto el cielo retumba y un avión corta el cenit. Deus Writer mira hacia arriba a través del pequeño ventanal que enmarca sus ojos, a través del inmenso ventanal que enmarca la cafetería. París nos deja. Una gota salada asoma en sus ojos.

Las ventanas se cierran a la calle. Los perros se van y el agua que antes mojó a un par de canes agitados se evapora y sube a los cielos. Una mujer cierra las cortinas y se derrumba sobre su nuevamente solitaria cama, llora. Otra dama se detiene tras su ventana y mira el paso de las horas, los carros, los ciclistas, los hombres. Un hombre, en alguna parte de la ciudad, se sienta a mirar el paso acelerado y delicioso de las mujeres, jóvenes o no tanto. Una libreta de hojas amarillas se cierra con impaciencia. En el horizonte un avión desaparece tras las montañas que rodean la ciudad. Otro hombre se acerca a una puerta, toco toco toc; nadie responde, nadie abre. El café se acabó, París nos deja. Adiós.