miércoles, 28 de septiembre de 2011

Fragmento de la nota final de "Noche sin fortuna"

"Pero cómo va a ser decadencia si tengo un motivo tuyo entre mis cejas, entre mi árbol del pan, mi cinturón de hermes, averiado y todo pero férreo en ti, si lo hubiera utilizado para amarrarte, para golpearte en la cara y azotarte la espalda cada vez que me fallaras, cada vez que olvidaras darme la oportunidad de probarte que yo no te fallaré jamás, Eva primigenia, que me encontrarás en esta esquina a la hora que de dé la gana divina, la gana hermosa de venir a mí y está bien, parar tu carrito Simca, abrir la puerta, tenderme la mano, reclamarme, ayudarme a parar, yo me desgonzaré y dejaré que me sobes la cabecita, porque me lo merezco, porque he esperado mucho y he sufrido, me sobarás la cabecita y me besarás el cuello y me dirás las mil razones de tu necesidad de mí, me instruirás, me indicarás en la dirección que ahora quieres ir, la edad de las víctimas, se me da un pepino que sean, en realidad, los mejores amigos míos. Ven, ven por mí".

A. C.

jueves, 11 de agosto de 2011

"Puede ser la luna a mis espaldas"

Nota: No me atreví a hacerle la corrección que tal vez merecía el texto. Los que hemos leído a Caicedo acostumbrados estamos a perdonarle libertades de estilo y redacción. La magia está en otra parte.

Puede ser una tarde con estrellas
La tarde se parece a mí
Soy un hombre melancólico
Soy un poeta.
Cuando tenía 12 años fui a mi primera
fiesta y fue cuando me tocó bailar por
primera vez en mi vida. Me fue muy mal.
No me cogió el paso. Me dijo: no le
cojo el paso y me dejó allí. Y yo fresco.
Pero yo ahora pienso
que si me hubiera cogido el paso ahora yo
sería bailarín y no poeta.
Hay gente que puede ser poeta y bailarín
al mismo tiempo.
Pero yo no puedo. Yo soy un hombre melancólico.
Puede ser la luna a mis espaldas.

Andrés Caicedo Estela

lunes, 1 de agosto de 2011

La habitación de al lado

Sucedió en la habitación de al lado y hace ya mucho tiempo. Pero ella no lo ha olvidado y ciertamente yo tampoco. La noche era joven, fría y se presumía agotadoramente aburrida. La fiesta que se había programado con amigos y conocidos no había tenido la concurrencia esperada y apenas un puñado de rostros conocidos ocupábamos el lugar llenándolo de bostezos y carcajadas solitarias que se aparecían de vez en cuando.

Recuerdo cómo hablábamos de cualquier cosa y cómo yo empezaba a notar –efecto del frío o la soledad, no sé- que ella, una amiga con la que había cruzado cartas, mensajes, llamadas y mil cosas cuando había pasado algunos días de su vida allende el mar, resultaba más atractiva y sensual de lo que había notado antes.

Quién sabe qué motivos tuvo ella. Pero tampoco quise averiguarlos cuando me respondió un breve intento de coqueteo con una sonrisa leve que se convirtió en una inaudible respuesta cuando decidió susurrarme algo al oído.

Sé mis motivos y no hablaré mucho de ellos. Pero sí diré que la noche pasaba lenta y las carcajadas que de vez en cuando anegaban el lugar, interrumpían los pocos silencios que, más que incómodos, invitaban a lanzar propuestas arriesgadas.

Propuestas que yo lanzaba con mis ojos y ella parecía responder igual. Pero cuando la boca quería firmar la propuesta y sellar la aceptación, la torpeza aparecía en forma de tartamudeo o se disfrazaba de sonrisa. Finalmente las palabras no hicieron falta. Las miradas cerraron el pacto y la noche conspiró con su lento transcurrir.

Busqué algo que no recuerdo haber necesitado y me dirigí a esa, a la habitación del lado. El paso lento se hizo bullicioso ante alguna nueva carcajada inoportuna que pretendió llamar mi atención. Tardó mucho en llegar a mí. Llegué a pensar que no lo haría. Pero el sonido de sus tacones arremetió en la habitación con un leve escándalo apresurado.

Cerramos la puerta con seguro y dejamos la luz apagada, recurso facilista para no cerrar las cortinas. Levanté su falda mientras sus manos heladas y ansiosas desabrochaban mi pantalón. Las bocas torpes que antes sonreían o repartían susurros en oídos ajenos se ocupaban formando apretados y desesperados besos.

De pie, afanados, acallando gemidos mudos, extasiados por la prisa, hicimos en apenas unos minutos lo que tal vez no habríamos podido hacer cuando el tiempo y las circunstancias nos fueran más favorables. La sonrisa en su cara había desaparecido y era ahora un lamento de placer congelado en medio de la noche. Mis intentos de coqueteo de minutos atrás eran ahora brazos que apretaban, manos que dominaban, cuerpo que arremetía.

Un llamado en la puerta interrumpió lo que ya se acababa. Apreté mi mano contra su boca y me apresuré a responder alguna cosa en voz alta. Cuando abrí la puerta su falda ya había regresado a su lugar y su cabello recuperaba la compostura. La dejé tras de mí aunque luego, un par de minutos después, salió a mi encuentro.

La noche siguió con su paso lento. De nuevo una sonora carcajada invadía el espacio. Ella me empezó a hablar de cine y yo traté de arrastrarla, sin éxito, a una charla sobre la política internacional. Cuando dijo adiós sonrió con el mismo gesto en los ojos que imaginé cuando susurró en mi oído hacía tan solo algunas horas. “Adiós”.

Vine a recordar todo el asunto ahora. Ahora cuando recuerdo que sucedió en la habitación de al lado y ella habla conmigo ya no de cine sino del cambio de la moneda y otros asuntos de la menor importancia. Yo trato de arrastrarla a una charla sobre aquel director de cine que tanto le gustaba. Juraría que me acaba de sonreír. Creo que lanzaré algún torpe coqueteo. Que no haya nadie en la habitación de al lado. Espero.

domingo, 31 de julio de 2011

Qué desastre

«Tal vez, digo, yo sea únicamente el que te escribe: no, ése tampoco soy yo: yo soy el que piensa un montón de cosas que decirte, el que busca claridad en las palabras y las putas palabras no salen claras, salen amputadas, de vez en cuando brillantes, salen hasta "patéticas", qué desastre, qué estilo tan efectivo, qué talento. Más: yo soy solamente aquél que se emocionó con tu carta y pensó: "Voy a escribirle"»

Andrés Caicedo Estela.

jueves, 28 de julio de 2011

A la larga

A la larga todo fue, simplemente, una breve caminata a lo largo de quizás dos o tres cuadras oscuras pero matizadas por el ruido que a esas horas seguía reinando en sus alborotos mientras quién sabe cuántos más corrían de regreso, apresurados, hacia sus casas.

Fue, por un solo instante, agradable dejarme llevar tras ella como jalado por esa sombra que se proyectaba apenas perceptible, a veces traviesa y esquiva, en el suelo de una calle que trataba de guardar la compostura tras una larga tarde de lluvia intensa y permanente.

Decía, continúo, que fue agradable dejarme llevar por ella. Navegaba sobre su sombra mientras su cabello ondeaba como arrastrado por una brisa que me dejaba percibir su aroma, el mismo que me atrapó cuando apretujado logré la osadía de colarme al bus que me llevaría a mi destino.

El viaje duró apenas unos minutos. Suficientes para percibir sus facciones limpias y, presumo, frías. El color del pelo, oscuro como el que más, contrastaba en su largura lisa con la pálida piel que no se permitía una sola sonrisa y el abrigo blanco que –presumo también- ocultaba una silueta fina y ligera.

A la larga, decía al comienzo de todo esto, todo fue no más que una breve caminata sobre un par de calles oscuras y húmedas; revueltas por el viento que alborotaba ese aroma que despedía el cabello negro. Su camino dejó de ser el mío cuando giró hacia la izquierda en una esquina que, otras noches, recorriendo las mismas aceras, había ignorado.

Me gusta creer que en ese lento y pausado giro hizo un gesto parecido a una sonrisa para despedirse antes de desaparecer tras quién sabe cuántas calles más.

Lo cierto es que seguí caminando hacia adelante, sin mirar atrás y pensando que, a la larga, todo no había sido más que una caminata de, acaso, dos calles.

Habría tenido que estirar un poco la mano y, tal vez, alzar la voz por un segundo mientras caminaba tras ella. Quizás ahora contaría otra historia. Pero la cierta es esta, que escribo antes de que se me olvide y se nos escape como ese bus que habría querido alcanzar para inventar una nueva fantasía con, quién sabe, alguna silueta de cabellos negros y largos y una pielecita blanca que se negara a sonreír.

jueves, 26 de mayo de 2011

Tu hombro derecho

Puedo y quizás debo decir muchas cosas acerca de este relato. Tiene el tono y la inocencia de otros años y la ambición que hoy mismo me queda difícil siquiera insinuar cuando me siento a escribir. Agregaría que fue escrito hace mucho tiempo y que sólo ha visto la luz cuando algunos ojos ajenos y cercanos se han dispuesto a leerlo. También, que impulsado por quién sabe qué ínfulas, hice una segunda interpretación y surgió un relato nuevo, otro punto de vista que algún día tendrá su turno de ser publicado. Pero esos son detalles que apenas me dan la gana de comentar en extenso justo ahora. Debo decir, eso sí, que durante mucho tiempo quise publicar este "hombro derecho" en este espacio, pero por su hostil longitud había decidido soportar el impulso hasta encontrar una mejor manera de hacerlo, menos ofensiva con los ojos y la paciencia de los pocos o muchos lectores que pasen por aquí. En fin, esa alternativa -esa manera de hacerlo- no llegó y no me quedó más que descartar la acción que, por fin y sin embargo, ahora me atrevo a llevar a cabo. Se presumirá que si así de extensa es la introducción, lo que sigue no será nada breve. No está del todo equivocado. Si quiere continuar, ya sabe por dónde seguir. Caso contrario, ya conoce la salida.
N. del A.

Alguna vez la veo por estos lados y no puedo dejar de mira su sombra, la misma que se perdió por detrás de los árboles de agosto una tarde cualquiera en que el destino la llamó y me encontró dormido o enfermo o débil o ciego o sin fuerzas para estirar los brazos y tomarla por su hombro izquierdo, su hermoso y fantástico hombro izquierdo.

De repente la veo, entonces, y retomo uno a uno los recuerdos que aun se escapan por el rabillo del ojo y se meten por el oído a susurrarme que estoy triste y feliz, que estoy solo y con ella y que estoy vivo… y condenado.

Ella, entonces, gira y con su hombro izquierdo, ese mismo hombro izquierdo que me vio llorar y se marchó horas después, me llama a mirar el horizonte tibio y la luz tenue de una tarde de septiembre, un septiembre cualquiera, que igual podía ser enero o julio… Creo que es septiembre, pero mejor pregúntenle a ella.

Yo camino o mis pies caminan mientras yo me dejo llevar por ellos y por su sombra que me llama, impresa en el suelo y justo debajo de la primera nube de la noche que aun no es noche y de las lluvias de invierno en plena primavera. Ella está ahí, como mirando que lo que menos importa es que no es enero o que ella se fue o que simplemente no existe.

Ella, mi ella, mi niña, mi joven y adorada anciana, mi vieja amiga y mi eterno amor, mi jodida vida y la más puta mierda que me ha podido joder la existencia… es ella, es todo lo que fui y lo que soy, lo que dejé de ser por ella y lo que soy por ella, mi sueño infantil y mi sueño de hoy, de anoche y de siempre. Es Ella, mi todo, mi ella. Ella.

Ese agosto, o esa tarde con árboles de agosto, tarde de un día cualquiera antes de septiembre, se marchó y se escondió detrás de los inmensos troncos y el grueso follaje de un bosque que nunca más he visto, con el sol naranja atrapado tras las rejas de madera negra, con un cielo ocaso que ya nunca sería el mismo.

Tal vez se fue siguiendo los llamados del lobo feroz o de la bruja mala… tal vez un hechicero de esos de los cuentos le impregnó al paisaje un insondable aroma que le llamó la atención y se la llevó lejos del mundo que por tanto tiempo compartió conmigo, construyó conmigo, jodió conmigo… Se fue mi ella y ya no volvió… o vuelve, pero para que la mire, la sueñe, la putee, la maldiga y la adore como siempre la he adorado.

Maldita Ella, me dejó medio maldito y medio santo, con la cruz de su recuerdo a cuestas y con la inmensa insatisfacción de no haberle podido joder la vida para que, si algún día se iba, como en efecto se fue, se fuera odiándome, para que me recordara, maldita sea, para que por lo menos se atreviera a recordar que me jodió la vida, para que por lo menos al llamar me dijera que está mal y que me odia.

Pero cuando me llama me dice mil cosas, que me quiere, que me adora, que me extraña. Que ya viene, que yo voy, que ya no más.

Yo me limito a joderme la vida después de decir hasta nunca como quien dice te extraño. Ella se limita a enjugar un llanto pasajero para evitar que la pestañina le manche el rabillo del ojo y se le meta en el oído y le empiece a dibujar en el cerebro paisajes conmigo a su lado.

Tal vez a media madrugada, cuando el sueño es invencible, ella se despierta al ver que me le meto por la oreja y le empiezo a decir al oído y a dibujarle en el cerebro, en el revés de los párpados, miles de historias de príncipes como yo y de princesas como ella, prefiere espantar, como si fueran moscas, mis imágenes difusas y se despierta, se levanta de su lecho, sea el que sea, sea el de quien sea, va al baño, se mira al espejo, se moja la cara, se fuma un cigarrillo de esos que marean y vuelve a la cama a amar a ese “quien-sea” o se duerme y lo sueña.

Tal vez me teme, maldita seas, me teme, hijo de dios, me teme, hijo de puta, me teme… le teme a mi recuerdo.

Pregúntenle a ella. A mí no me jodan con preguntas y déjenme acabar lo que les digo. O lo que le digo, al fin y al cabo no sé quién es usted o ustedes. Es más no sé nada. Bocas cerradas, labios sellados, codos atrás, manos arriba… cierren los ojos, que esto se acabó.

Pero no lo que les cuento, se acabó el cuento, pero no se los he contado todo. Mejor dicho, todo tiene su final, nada dura para siempre, decía el cantante, hágale caso no joda. Oiga, limítese a escuchar y yo luego lo dejo que me joda con sus palabras entre signos de interrogación…

¿Me temerá? Le teme a mi recuerdo porque sabe que me dejó metido en un hueco que empecé a abrir por ella. Quién iba a pensar que ese hueco de 20 por 40 centímetros no era para un árbol sino para enterrar los huesos que quedaran después del incendio en el que morí.

Quién iba a decir que después de todo el fuego sí mata, el de la pasión, el del olvido, el del odio, el de la ausencia, que es un fuego frío, pero quema tan profundo que en la piel salen llagas que duelen al contacto con el aire y se sanan con el agua salada, sin pestañina, de un llanto ajeno.

¿A cuántas maté por ella? Creo que fueron tres, pero mi memoria no me dice que fueran tan pocas y mi ego no me dicen que fueran muchas, tampoco, el golpe no mata pero hiere y más cuando es en la cara. La herida me dejó un morado eterno en la mitad izquierda del pecho y una cicatriz de 10 puntos de sutura en la mejilla derecha, esa que alguna vez se empapó del sudor bendito de su impresionantemente bello hombro izquierdo.

La primera fue mi Lena, mi Lenita linda, que me abrazó como queriendo meterse al otro lado de mi piel y ser una sola cosa conmigo. Claro, yo me dejé abrazar y la abracé, por supuesto.

Ella no pensó nunca en joderme la vida, pero casi lo hace. Semanas después me hallaba corriendo, seguido por un sinfín de luces rojas y azules y amarillas que me gritaban “quieto hijo de puta” mientras más atrás alguien decía “agárrenlo que se escapa y se mete a un hueco y capaz que nadie lo encuentra”.

Pero no me metí a ningún hueco. Lenita se dejó abrazar tanto que se ahogó con mi fuerza. Yo le dije cuidado, porque si abrazo lo hago en serio y ella que se reía y me decía que tan tonto, que madure y sonreía y se le veían esos dientecitos blancos y esa lengüita que cuando besaba tocaba hasta los rincones más placerdantes de mi boca.

Pero yo hablaba en serio y en serio la abracé el día en que mi Ella se asomó por entre los árboles de agosto. Era febrero.

Lo recuerdo porque al respirar se alcanzaba a sentir el olor a mierda que dejaban los caballos al recoger toda la basura que quedó en las calles luego de las fiestas de fin de año.

Ese diciembre llegó por esta parte del mundo un tipo dizque muy lindo que decía que era el rey de no sé qué cosas y que se iba a llevar a cuanta idiota quisiera. Sólo dos cayeron y volvieron al país antes de dos semanas arruinadas y jodidas, endeudadas con la vida y pagando a cuotas la inocencia que perdieron al conocer el mundo de Alemán…

Así le decían al ojiverde, que en realidad tenía los ojos grises pero sólo yo me di cuenta al verlo frente al espejo de un baño vomitando una babaza verde y dorada en el lavamanos luego de haber besado a Clarita Meneses Clay, una loca que estaba poseída por el diablillo del pasado y que estaba condenada a la soledad de la cama más grande de este lado del mundo.

De Alemán no se volvió a saber nada. De Clarita se siguió sabiendo hasta ayer, cuando mi Ella volvió a llegar. Pero no me adelanto.

En fin, era febrero y yo abracé a mi pobre Lenita, que empezó a sonreír cuando le dije que me besara más duro que nunca y como no entendió se dedicó a abrazarme. Entonces, embargado por la urgencia de que mi Ella no me viera tan atragantado de rabia la abracé a la Lena y empezó a escupir barbaridades que nunca había oído en mi vida.

Pero la seguí abrazando, que se jodiera, pensaba yo, que se jodiera y dejara de escupir. Que se joda y me vea ocupado abrazando a Lenita, a mi Lenita del alma. Pero cuando me di cuenta dejó de escupir y se cayó al suelo luego de dejarme de abrazar.

Se fue cayendo, lentamente, agarrando como por arte de un último impulso el brazo izquierdo mío.

Yo al verla caer agarré la manga de su saquito de rayitas naranjas y negras y blancas y colores de esos que ella vestía, pero siguió cayendo, dejando desnudar con la caída su hombro izquierdo, su asqueroso y repugnante hombro izquierdo. Salí corriendo.

Meses después regresé a estos lados del mundo. Tenía en la cara, eso me dicen, las marcas de una larga temporada metido en un hueco para que no me encontraran. En realidad estuve vagando por otros lados del mundo. Visité a Alemán y le dije mono comemierda y él, riéndose, me mandó para el carajo de un puñetazo en el estómago.

Dos semanas en el hospital, alimentado con puro suero y por entre esta venita que se ve en el brazo.

Al volver Clarita estaba radiante, jodida como siempre, pero radiante. Yo pregunté por mi Ella, pero me dijeron que el día en que mataron a Lenita Villaveces ella lloró mucho y gritó a los vientos pidiendo perdón. La creyeron loca y nadie la volvió a saludar.

Esa tarde de febrero, dicen, se perdió por detrás de los árboles de agosto, que de tristes parecían de enero y ya nadie nunca la volvió a ver, porque a nadie le importaba que ella llegara. Además, era un fantasma.

Clarita fue la única que me reconoció y al verme, espantada, apenas si pudo señalarme con la mano derecha, con el dedo índice extendido, y rebuznar un ec, ec, ec, él fuuu…

Yo la tomé de la mano y la besé, para callarla y porque sus labios eran entonces tan deseables que no pude resistir la tentación.

Ella se dejó besar y desde entonces nos besábamos tres o cuatro veces por día. A veces yo tenía que correr al baño a vomitar con tanta fuerza que enflaquecí y se me borró del vientre la herida que me produjo Alemán y la cicatriz en la cara se desvaneció al tercer día de regurgitar los besitos de Clarita.

Fueron meses felices y bastante desagradables para los que compartían el mismo baño en el que vomitaba Alemán. No me importaba, porque al levantar el rostro, frente al espejo, estaba ella, no Clarita sino Ella, mi Ella, sonriéndome y diciéndome que era un idiota y que dejara de vomitar.

Me estaba enloqueciendo. Decidí invitar a Clarita al bosque de los árboles agostinos y el cielo naranja, con el sol encerrado tras rejas de madera negra. Clarita aceptó.

Esa tarde de septiembre, lo recuerdo porque el naranja era más bien gris y el negro era más bien blanco y el sol era más bien luna, no apareció un alma en el parque. Ni siquiera las de nosotros dos: En ese entonces ya no teníamos alma.

Esa noche no vomité. Me dediqué a observar con atención la desnudez miserable y lastimosa de Clarita, cuya piel extremadamente blanca espantaba al fantasma de Lenita que venía a sentarse en mi cama para recordarme que debía abrazar a Clarita.

Al otro día, sin embargo, embebido de una furia sin igual, besé a Clarita unas 32 veces, según mis cálculos y me enfermé. Ella también y se murió, porque el veneno que le inyecté en el corazón de león que palpitaba en su párpado derecho emborrachó su cerebro y le volteó los pulmones hasta reventárselos. Dejó en mi recuerdo final un beso plasmado en la punta de mi dedo del corazón de la mano derecha.

Aun me arde cuando escribo, pero ella, lo sé, me está agradeciendo su muerte. Ojalá Grolie lo supiera.

Dicen que él, Grolie, me está buscando para hacer justicia. Que trae un palo de madera negra con un sol naranja pintado en la punta. Está loco, ¡¡como va a hacer justicia con un recuerdo que no existe!!

El pobre Grolie estaba enamorado de Clarita pero ella nunca le regaló un beso de vómito. El pobre cayó en un pozo de soledad del que ya no pudo salir.

Dicen que embarazó a una mujer que fue a venderle la salvación eterna a la casa. Pero ese hijo, por supuesto, no era la reencarnación de nuestro señor Jesucristo el salvador del mundo. Por eso la policía lo agarró y lo metió al calabozo de los asesinos de futuros. A los tres días lo sacaron en dos camillas. Una larga con su cuerpo. La otra corta, con su cabeza y un palo café oscurísimo con un sol pintado en uno de los extremos.

Nadie lo fue a reclamar a la morgue. Tal vez por eso se sentaba encima de mí por las noches a hablar con Lenita. No sé porqué nunca invitan a Clarita a sus extensas charlas.

Un día después de que la cabeza de Grolie salió por la ventana del calabozo de los asesinos de futuros fui al parque de los árboles de agosto a ver el entierro. Allí estaba medio pueblo, el otro medio me estaba buscando para darme una herencia que me había dejado el pobre Grolie.

Era el palito, que estaba hecho de puro balso y no servía para matar ni a una hormiga. Pobre Grolie, yo pensé que me quería matar.

Al final de la tarde, cuando el sol era todavía más luna y el naranja era más gris y el negro era aun más blanco, apareció Ella, mi Ella.

Traía el vestido de siempre, pero no era la misma. Su belleza natural se había perdido tras un manto negro, con vetas blancas, que cubría su deliciosamente hermoso hombro izquierdo.

Me miró y me sonrió de tal forma que creí que me llamaba. Cuando me acerqué gritó y salió corriendo, escupiendo babaza por la boca y maldiciendo el pensamiento que había provocado en mí los pasos que di hacia ella.

Corrió como espantada por el sol que empezaba a caerse por el borde del mundo y corrió tan rápido y dejando tan vacío el horizonte que pensé que no había visto más que un espejismo de esos que ella dibujaba cuando estábamos vivos y caminando por el camino que va de mi casa al cementerio en donde había enterrado el último gran amor de su vida.

Era Julito Marco Pinilla, un loco que se quería emborrachar de música y terminó debajo de un árbol cantando ayeres y mañanas olvidándose de la pobre Ella, mi Ella, dejándola con el ramo de cartuchos negros marchitándose entre sus manos pequeñas.

Una tarde, cuando caminaba alrededor de su árbol de fantasía y acústica improbable, una ráfaga lo hizo caer estrepitosamente encima de su guitarra sin cuerdas. Por supuesto la rompió y al querer saber el origen de esa ráfaga no encontró nada distinto al verde claro que manaba mi Ella al pasar. La culpó y le lanzó tan crueles improperios que ella apenas pudo atinar a decir ayes y mierdas y más ayes.

Al otro día vinieron los de la policía, porque alguien les dijo que estaba loco y que dejaba mal olor. Pero no lo encontraron. Mi Ella se lo había llevado, hacía muchas horas, a meterlo en un hueco porque se le había muerto mientras jugaban a la venganza.

Nadie más lo supo. Sólo yo, que la vi y le quise ayudar abriendo un hueco, pero ya no era necesario, Mi Ella ya lo tenía todo listo. Creo.

Me fui para mi casa a pensar en el pobre Julito. Siempre cantando hacia la luna pidiéndole un poquito de luz para poder encontrar la hoja de papel de arroz que se le había perdido por dormir tanto en la mañana.

Pero ahora era solamente un hueco tapado con tierra negra, lombrices y pasto.

Cómo ya no la vi más decidí volver a mirar detrás de los árboles, aún bajo la probabilidad de perderme entre los barrotes de madera negra. Por eso até a mi cintura el color negro que emana mi cuerpo durante septiembre.

No la vi sino hasta muchos días después, cuando estaban tumbando los árboles a gritos porque se había comido a tres niños y una mujer embarazada. Algunos dicen que fueron los pillos, otros que fueron los lobos y otros que habían visto a las ramas caerse dijeron que se los había comido el bosque, que por los días de octubre y noviembre se despierta a comer niños.

Yo no creo nada de eso, yo creo que ellos se escondieron y se perdieron hasta enloquecerse con la soledad de Mi Ella. Al menos eso fue lo que descubrí luego de varias noches durmiendo al lado de una hoja de luz de luna.

Ella apareció por entre las ramas y abrazó los gritos que hacían caer los árboles, que parecían hojas de papel en un remolino de viento.

Cuando la vi traía cubierta la frente por una maraña de pelo blanco y tierra. Se acercó por mi espalda y, sin que yo la viera, me tapó los ojos con los dedos de sus manos preguntándome que de qué color era el aire que manaban las rosas luego de las brisas de agosto.

Cuando me dejó verla, a su lado, de pie y con la mirada perdida en debajo de las ramas de los árboles, estaban Clarita y Julito, agarrados de la mano y bailando al son del zapateo de Lena, que había llegado más linda que nunca.

La abracé con fuerza, empapado de alegría, pero ella apenas si emitió un suspiro de nostalgia. Me alejé.

Lenita, que seguía zapateando ante los abstraídos bailarines, me miró con resentimiento y no pude más que evitar su mirada por el resto de mi vida que fueron unos pocos días más.

sábado, 5 de marzo de 2011

Piernas, tenis y botas de tacón

Me gustan las mujeres de piernas largas y delgadas. De piernas bellas. Lanzo bendiciones, agradecimientos y saludos de admiración a granel para aquellos que bien tuvieron a inventar ligueros, faldas, minifaldas, tacones, botas de caña alta y otros adornos que han logrado magnificar aun más la hermosa línea que trazan las extremidades inferiores de ese otro invento maravilloso llamado mujer.

Ver a una mujer con alguno de estos elementos despierta en mí el impulso que todo fetiche despierta en su víctima. Claro. Las limitaciones de distancia, tiempo y dimensión con aquella persona, ora amiga, ora desconocida, ora actriz o personaje de películas, pone en mi cabeza –y cuerpo, claro- los límites necesarios aportados por la razón. El freno está ahí. Me limito a observar extasiado… o a evitar mirar, según el caso.

Adoró la sensación de posar mi mano en una rodilla apenas cubierta por alguna falda y acariciar con firmeza mientras subo un poco más y me topo con el borde de un liguero. Confieso que, en ese preciso instante, no sé si debería subir más o descender nuevamente. En ambas direcciones se presume el paraíso para las yemas de mis dedos. Procuro ascender. A su tiempo.

También me encanta y me produce regocijo el ver botas o zapatos de tacón descansar junto a mi cama mientras sobre ella descanso yo y alguna mujer que ha sabido coronar en sus pies (?) la belleza en forma de calzado, generalmente alto, puntudo, negro… o rojo, en preferencia.

Disfruto sentirme rodeado por las piernas largas, frías, suaves y hermosas de una mujer desnuda que ha tenido a bien conservar sobre su piel las medias de liguero. Agradezco el gesto como corresponde. Considero, aclaro, una estupidez soberana despojar de esta prenda –invento fantástico y fenomenal- a quien ha tenido la bondad, la santa bondad, de pensar en vestirla.

Piensa uno, tratando de mirar las cosas objetivamente, que no hay nada mejor que –insisto- unas piernas largas y delgadas, vestidas por ligueros, faldas y zapatos de tacón alto, en su genial defecto botas, en su genial defecto pantalón. Y sí, parece ser un pensamiento bastante acertado. He ahí mi mayor fetiche, ese conjunto de elementos que complementan a unas piernas desnudas.

Y, sin embargo, tengo que decir que no hay mejor momento, mejor recuerdo, mejor sensación, mayor placer, que el producido por la imagen –generalmente recordada, pocas veces revivida- de esa mujer desnuda, al igual que sus piernas largas y hermosas, con alguna marca temporal en la piel producida por las medias o qué sé yo, recostada a mi lado sobre alguna cama, mientras en el suelo descansan ya no una falda junto a unas botas o zapatos de tacón, sino por un jean acompañado por un par de tenis que, si me ha leído antes, sabrá de qué marca son.

Esta última imagen es mejor que cualquier fetiche. Y, si bien podría pasar tardes enteras disfrutando de mi fijación por las botas, los ligueros, las faldas y todo eso de lo que he hablado, me gustan más las horas que paso caminando con una mujer de tenis. Otro tipo de fetiche, otro tipo de placer.

viernes, 25 de febrero de 2011

Un café con azúcar

La imagen abrió un mundo de posibilidades. Podría largarse sin dejar rastro y no volver nunca. Cerrar para siempre cualquier vía de contacto. No responder llamadas. No contestar mensajes en su correo. No abrir la puerta de la casa. Contar con el silencio cómplice de sus amigos. Desaparecer para siempre. Dejarla sola, sola y culpable. Sola y miserable a pesar del placer que sentía en esa postal imaginaria que le había regalado sin pretenderlo, sin saberlo, sin proponérselo.

Fabián bajó las escaleras, salió a la calle, cerró la puerta con particular delicadeza para no hacer el más mínimo sonido y se sentó a pocos metros de allí a contemplar la joven noche, la gente que pasaba por allí, los perros que ladraban a la luna. Las sombras inmóviles que apenas imaginaba al otro lado de la ventana, de esa ventana que ocultaba a Norma.

Al mirar hacia la nada, por un instante, recordó de nuevo esa tentadora posibilidad de venganza: desaparecer. Se planteó seriamente hacerlo, calculó probabilidades y encontró cómo no sólo era muy posible lograrlo con éxito sino alimentarse con la idea de que Norma empezaría a llorar con el paso de las horas, los días, el silencio sepulcral que le regalaría en respuesta a su postal.

En pocos minutos trazó un plan que muy cerca se encontraba de la perfección. Llevaría a cabo la idea que había surgido temprano esa mañana y que consistía en tomar el apartamento que habían desocupado frente al suyo. La vista le encantaba y el precio no era mucho mayor. Además sabía que podía trasladarse de inmediato y sin necesidad de gran ayuda.

En la cabeza ya tenía las palabras que les escribiría a sus amigos para explicarles que no deseaba tener contacto con Norma por ninguna vía y se inventó una buena estrategia para que ellos sirvieran de cómplices a su silencio. Establecería como regla fundamental la de no responder llamadas de teléfonos desconocidos, cambiar de manera radical los sitios de rumba frecuentados, así como las salas de cine, los museos y los horarios de sus actividades.

Intercambiaría con algunos de sus compañeros los turnos de trabajo y no le parecía gran sacrificio volver a esos horarios que empezaban en mitad de la noche y terminaban cuando el sol ya se había declarado amo y señor del cielo. También pediría un traslado de sede, posibilidad que sí se presentaba muy improbable pero que, de resultar, haría más fácil su intención de volverse invisible para Norma. Sería un seguro prescindible a la vez que la cereza sobre el postre que sentía estar preparando.

Finalmente, la familia. Ese se convertía en el asunto más crítico del plan, pues no sabría cómo encarar las preguntas de sus hermanos o sus papás o sus primos, siempre tan atentos, siempre tan serviciales con la hermosa Norma, a la que consideraban el amor de la vida de Fabián. Tendría que enfrentarlos. Decirles la verdad cruda y pura y explicarles a grandes rasgos su plan. Pedirles ayuda para llevarlo a cabo, rogarles de ser necesario para que participaran en él y, en caso de fracasar, simplemente ordenarles cumplir con esa voluntad so pena de desaparecer también de sus vidas.

Abrió los ojos sorprendido por una voz desconocida y extraña que poco a poco se abrió paso en la oscuridad de la noche para convertirse en una sonrisa asquerosa, sucia, maloliente. Solicitaba caridad, alguna moneda, algún pedazo de pan. Lo espantó con un frío “no tengo” y esperó, con la mente distraída, a que el invasor se fuera.

La distracción vino saludable. Reconoció en sus adentros que su plan, si bien probable a pesar de lo difícil, tenía algo que lo hacía parecer muy radical, casi peligroso para su vida social. Se convertiría en una especie de renegado venido a menos. La escena en la que se veía enfrentando de manera tan fuerte y decidida a su familia no parecía suya, la sentía posible y lograba visualizarse en ese papel, pero se sabía extraño. No podía siquiera fingir una sonrisa al imaginarse en esa situación.

Y se empezó a derrumbar allí su plan. Si temía convertirse en un monstruo capaz de renunciar a su familia, qué podría detenerlo a la hora de enfrentarse a algún amigo que se negara a secundarlo en su plan. El trabajo también podría verse afectado y, quizás, renunciaría a él ante el primer obstáculo que pusiera en el camino de sus propósitos.

Meditó un segundo. Nada le pareció demasiado. Sucedería como lo pensó. Renunciaría a todo de ser necesario. Empezaría de ceros si la vida lo obligara a hacerlo. Desaparecería de la vida de Norma. Ese sería su último regalo. Su último homenaje. Lo había decidido.

Se levantó decidido de la silla y caminó de vuelta a su apartamento dejando atrás la ventana, la casa, la escena que lo había llevado crear con prisa y una enorme rabia contenida un plan casi perfecto. A cada paso se sentía más satisfecho y se iban resolviendo solos los pequeños detalles que podrían retrasar o afectar sus objetivos.

Llegó a su edificio, subió las escaleras, abrió la puerta y se encerró en las cuatro paredes en las que descansaba lo que a la mañana siguiente serían poco más que los muebles en los que dormiría su pasado. Al recostarse en la cama sintió el enorme peso de los enormes ojos negros de Norma que lo miraban desde una foto en la mesa de noche.

Con la resignación del desesperanzado suspiró su nombre. “Norma”, dijo, mientras sentía que su plan se derrumbaba lenta e inevitablemente. Comprendió, bajo el magnetismo de la mirada transparente y la sonrisa implacable de la foto que su problema no era desaparecerse de la vida de ella, sino desaparecerla a ella de la suya.

Por eso, al amanecer salió de inmediato a buscarla. Llamó a su puerta y, al abrirse, apareció el rostro cansado y adormilado de Norma. Al verla no pudo evitar que la postal de la noche se hiciera presente. Buscó sin querer encontrarlo al hombre sobre el que ella cabalgaba exultante de placer. Su mirada había perdido la transparencia que lo había fulminado desde una foto y percibía su sonrisa como la falacia más grande de la mañana.

Ella le ofreció un café. Fabián lo aceptó con la más hipócrita de sus sonrisas. No bastaron las cinco cucharadas de azúcar para borrar la amargura de su boca. No bastaría una tonelada de dulce para evitar que entonces, y sólo entonces, empezara a odiarla.

jueves, 17 de febrero de 2011

Luz Diana

Tenía unos ojos verdes y enormes. Su cabello largo color castaño oscuro era coronado, según lo recuerdo, por una aparatosa hebilla azul que parecía formar una flor artificial, algo muy parecido a una rosa. Insisto: apenas algo muy parecido. Las manos, las suyas, parecían demasiado limpias y cuidadas para ser las de una niña de apenas 5 años, edad que teníamos los dos cuando la conocí.

Nuestro primer encuentro fue una fría mañana en la que tras una larga sesión de llanto y pataleta infantil, me rendí a la realidad que enfrentaría durante el resto de mi vida infantil y adolescente. Dejé que mi mamá se marchara y que, tras su partida, la pesada puerta café de mi colegio, me dejara encerrado con una cantidad de niños, unos más grandes, otros más chicos que yo, a los que no conocía.

Mi puesto en el salón de Transición, primer grado de aquel pequeño colegio que sólo ofrecía estudios hasta el quinto de primaria, fue justo frente al de la profesora Mercedes, una robusta mujer con ya sus buenos años encima, que sin embargo lograba manar un cariño que, junto a su hermana, la profesora Tina, marcaron una época en mi vida en la que todo resultó ser fácil. Pero de eso hablaré en otra ocasión.

Fue Mercedes la que me presentó a Luz Diana: Luego de terminar la primera plana que hice en mi vida, llamé a la profesora para manifestarle mi alegría en forma de círculos y palitos, mal que bien culminada en una hoja de papel. Al ver el regular resultado de mis trazos torcidos y torpes, me pidió prestado mi borrador. “No tengo”, supe decir con menos decisión que antes, al exhibir mi opera prima.

Fue entonces cuando pronunció su nombre: “Luz Diana”, dijo. Y vino hasta mi lado la linda muchacha que arriba, más o menos, empecé a describir. Desde entonces la recuerdo. Siempre seria, siempre con esos ojos verdes y grandes. Siempre con una sonrisa que, también, siempre me fue ajena.

Trato de recordar las pocas veces que su cara fue más que la frialdad hecha niña, y tal vez fueron apenas dos veces. La primera de ellas casi cuatro años después de nuestro primer encuentro cuando, ya bien posicionado en mi lugar de estudiante del montón, rozando el límite de la mediocridad, en menos de 20 minutos, preparé la exposición que no planeé en las dos semanas que tuve para ello. El resultado fue un 8.0 en la calificación, sólo afectada por la falta de una buena cartelera que apoyara mi discurso. Los dos puntos faltantes para la nota perfecta me los dio ella, toda sonrisa, toda ojos brillantes, toda palmas.

Fue mi cómplice en ese momento de gloria y en los anteriores de desesperación. Sentada a mi lado, por esas cosas del azar que fue benévolo conmigo esa mañana, fue la primera en informarme de que ese día yo tendría que hablarle a toda la clase. También me prestó el libro que –costumbre bien aprendida- olvidé en algún rincón de mi casa.

La otra sonrisa me la regaló una tarde cualquiera, cuando mientras mi cabeza se despreocupaba por las notas miserables que me serían suficientes para pasar el quinto grado, mis pie derecho regresaba desnudo al colegio luego de un cerrado partido de fútbol en el que me consagré como la figura, no sólo anotando cuatro goles sino atajando disparos increíbles luego de ser relegado al arco, tras una patada criminal lanzada por Yesid, un buen tipo que, sin embargo, descargó en mi tobillo toda la bronca de su derrota. El juez apenas le sacó tarjeta amarilla. Yo estaba ocupado llorando, no tuve tiempo de reclamar.

Al regresar al colegio, como decía, mi pie derecho muy inflamado llamó la atención de profesores, compañeros y algún curioso colado aquella tarde en las instalaciones del pequeño edificio. Luz Diana, preguntó a Mauricio, profesor de mi curso y árbitro de aquel épico encuentro, sobre lo sucedido.

Tal vez arrepentido por la benévola sanción proferida contra Yesid, Mauricio no ahorró elogios para destacar mi actuación. Mientras masajeaba mi pie con algún pedazo de hielo y un ungüento, nrró cada gol con la pasión de hincha furibundo y cada atajada como un desbordado poeta balompédico. Por fortuna mis lágrimas quedaron entre él y yo… y Yesid. Y los demás jugadores.

Ella, con los ojos brillantes y extasiada hasta el alma con el fantástico relato, giró su rostro hacia el mío. Sonrió con la magia que se permiten tener las jovencitas de 9 años y, con la voz más dulce que jamás sus labios pudieran emitir, me felicitó. Dijo que esperaba que mi pie mejorara y salió corriendo, coloreando el colegio con el aroma a rosas de su cabello y mi vida con el luminoso brillo del recuerdo.

Las siguientes semanas fueron las últimas en las que pude ver a Luz Diana. Terminó el año escolar y, como predije, las notas bajas no fueron suficientes para impedirme salvar el curso. Nunca más la volví a ver. De vez en cuando busco su nombre en Facebook y cosas similares, pero no atino a dar con un par de ojos verdes y grandes que se parezcan, siquiera un poco a los de ella.

Cuando llegué a la adolescencia pensé en retrospectiva en Luz Diana y su generalizada indiferencia conmigo. Pero era más que indiferencia, era casi un rencor, tal vez un asco que no se compadecía de sus manos hermosas y límpidas. Recordé, después de mucho pensar, el desenlace de nuestro primer encuentro.

Un final escenificado en un salón casi vacío, Mercedes con un trapo en sus manos, mi cabeza avergonzada escondida bajo mis brazos, mis pantalones mojados y Luz Diana, asomada desde la puerta, tratando de comprender por qué el nuevo alumno no había sido capaz de ir solo hasta el baño.

Mis jornadas futbolísticas, en adelante, sufrieron un franco deterioro y, aunque logré convertirme en un portero más que destacado en campeonatos escolares, mis victorias futbolísticas se cuentan con los dedos de una mano. Ah, cada vez que me acuerdo de Luz Diana, me duele un pie. Y sonrío.

viernes, 11 de febrero de 2011

Ventanas

Canela el color de la piel, negro el de los ojos y el cabello y unos labios que parecían la personalización misma de la sensualidad hecha carne. La voz, esa explosión ronca en la distancia, parecía el efecto de imprudentes años de whisky que agradecí en silencio la primera vez que la escuché.

No podía ser más completo ese conjunto. Sus pechos se insinuaban enormes al otro lado de la pantalla y mi primera impresión fue la de una cintura delgada que coronaba las piernas más largas, estilizadas y hermosas que han podido percibir ojos masculinos alguna vez en la vida. Más tarde comprobé que, aunque algo inexacta, mi suposición resultó prácticamente acertada.

Esa imagen, vista tantas veces al otro lado del país y de la pantalla de mi computador, otras veces –muy pocas, por cierto- frente a mí, era la que venía a mi cabeza esa tarde en que la abordé lanzando piedras en esa ventanita blanca y bendita del Gtalk.

Hablamos. Ella en su oficina, yo en mi casa disfrutando de las mieles del desempleo. Nos extrañábamos lo suficiente como para saber que necesitábamos encontrarnos en alguna habitación, aunque esta fuera virtual. Pero nuestros espacios reales nos lo impedían. Las palabras, una vez más, las mismas que sirvieron para captar su atención, eran hoy mi arma para atraerla hacia mí, para retumbar ahora más allá de sus oídos y empezar a producir ecos en su vientre, en sus piernas, en su pecho.

Mi mano empezó a recorrer con todas sus cuatro letras las rodillas, el estómago, insinuando con las palabras “dedo”, “palma” y “yema” la silueta e sus senos, el mundo ausente que descansaba en su entrepierna. La recorrí plena y aun la blancura extrema de su ventana, su ventanita, empezaba a empañarse con la humedad que empezábamos a aprender a reinventarnos a través de la distancia y la ausencia.

No me extiendo en detalles. Se sabe que no es mi estilo. Pero pronto nos vimos desnudos, uno frente al otro, al borde el éxtasis. Esa frontera difusa en la que no sabemos qué tan lejos está el comienzo o qué tan lejos el final. Regresar al principio o avanzar hasta el final requiere el mismo sacrificio.

“No siga”. No bastó más, nada más para detenerme. Me pidió un segundo que se extendió por varios minutos –así son estas cosas-. Un instante que quizás me fue igual de útil y necesario. Salió a tomar aire, supe después, buscó con la punta de sus dedos el frío refrescante del agua a través del grifo.

La mirada siniestra (fantástica) de sus ojos negros, acompañada por una sonrisa del mismo talante, la saludó desde el espejo. Siniestra y radiante, claro está.

Regresó con esa pose infame hasta su asiento y golpeó con cuatro letras en mi ventana. “Hola”, escribió. Describió la urgencia que la llevó a obligarme al silencio, con la misma mirada y la misma sonrisa dibujando su rostro. Sabía que la imitaba sin pretenderlo.

La conversación prosiguió por otros rumbos. El color de la tarde en su ciudad más claro que en la mía, la lluvia que se ensañó con esta última y el sol que hacía lo propio con las calles que ella recorría.

Una mirada negra y siniestra (fantástica) vino en la noche desde otra ventana en mi pantalla. El “No siga” de horas antes se convirtió en un incitador “continúe” pronunciado en voz alta y ronca. Obedecí. Mientras, sus ojos negros me miraban fijos y brillantes desde el otro lado de la ventana.