jueves, 26 de mayo de 2011

Tu hombro derecho

Puedo y quizás debo decir muchas cosas acerca de este relato. Tiene el tono y la inocencia de otros años y la ambición que hoy mismo me queda difícil siquiera insinuar cuando me siento a escribir. Agregaría que fue escrito hace mucho tiempo y que sólo ha visto la luz cuando algunos ojos ajenos y cercanos se han dispuesto a leerlo. También, que impulsado por quién sabe qué ínfulas, hice una segunda interpretación y surgió un relato nuevo, otro punto de vista que algún día tendrá su turno de ser publicado. Pero esos son detalles que apenas me dan la gana de comentar en extenso justo ahora. Debo decir, eso sí, que durante mucho tiempo quise publicar este "hombro derecho" en este espacio, pero por su hostil longitud había decidido soportar el impulso hasta encontrar una mejor manera de hacerlo, menos ofensiva con los ojos y la paciencia de los pocos o muchos lectores que pasen por aquí. En fin, esa alternativa -esa manera de hacerlo- no llegó y no me quedó más que descartar la acción que, por fin y sin embargo, ahora me atrevo a llevar a cabo. Se presumirá que si así de extensa es la introducción, lo que sigue no será nada breve. No está del todo equivocado. Si quiere continuar, ya sabe por dónde seguir. Caso contrario, ya conoce la salida.
N. del A.

Alguna vez la veo por estos lados y no puedo dejar de mira su sombra, la misma que se perdió por detrás de los árboles de agosto una tarde cualquiera en que el destino la llamó y me encontró dormido o enfermo o débil o ciego o sin fuerzas para estirar los brazos y tomarla por su hombro izquierdo, su hermoso y fantástico hombro izquierdo.

De repente la veo, entonces, y retomo uno a uno los recuerdos que aun se escapan por el rabillo del ojo y se meten por el oído a susurrarme que estoy triste y feliz, que estoy solo y con ella y que estoy vivo… y condenado.

Ella, entonces, gira y con su hombro izquierdo, ese mismo hombro izquierdo que me vio llorar y se marchó horas después, me llama a mirar el horizonte tibio y la luz tenue de una tarde de septiembre, un septiembre cualquiera, que igual podía ser enero o julio… Creo que es septiembre, pero mejor pregúntenle a ella.

Yo camino o mis pies caminan mientras yo me dejo llevar por ellos y por su sombra que me llama, impresa en el suelo y justo debajo de la primera nube de la noche que aun no es noche y de las lluvias de invierno en plena primavera. Ella está ahí, como mirando que lo que menos importa es que no es enero o que ella se fue o que simplemente no existe.

Ella, mi ella, mi niña, mi joven y adorada anciana, mi vieja amiga y mi eterno amor, mi jodida vida y la más puta mierda que me ha podido joder la existencia… es ella, es todo lo que fui y lo que soy, lo que dejé de ser por ella y lo que soy por ella, mi sueño infantil y mi sueño de hoy, de anoche y de siempre. Es Ella, mi todo, mi ella. Ella.

Ese agosto, o esa tarde con árboles de agosto, tarde de un día cualquiera antes de septiembre, se marchó y se escondió detrás de los inmensos troncos y el grueso follaje de un bosque que nunca más he visto, con el sol naranja atrapado tras las rejas de madera negra, con un cielo ocaso que ya nunca sería el mismo.

Tal vez se fue siguiendo los llamados del lobo feroz o de la bruja mala… tal vez un hechicero de esos de los cuentos le impregnó al paisaje un insondable aroma que le llamó la atención y se la llevó lejos del mundo que por tanto tiempo compartió conmigo, construyó conmigo, jodió conmigo… Se fue mi ella y ya no volvió… o vuelve, pero para que la mire, la sueñe, la putee, la maldiga y la adore como siempre la he adorado.

Maldita Ella, me dejó medio maldito y medio santo, con la cruz de su recuerdo a cuestas y con la inmensa insatisfacción de no haberle podido joder la vida para que, si algún día se iba, como en efecto se fue, se fuera odiándome, para que me recordara, maldita sea, para que por lo menos se atreviera a recordar que me jodió la vida, para que por lo menos al llamar me dijera que está mal y que me odia.

Pero cuando me llama me dice mil cosas, que me quiere, que me adora, que me extraña. Que ya viene, que yo voy, que ya no más.

Yo me limito a joderme la vida después de decir hasta nunca como quien dice te extraño. Ella se limita a enjugar un llanto pasajero para evitar que la pestañina le manche el rabillo del ojo y se le meta en el oído y le empiece a dibujar en el cerebro paisajes conmigo a su lado.

Tal vez a media madrugada, cuando el sueño es invencible, ella se despierta al ver que me le meto por la oreja y le empiezo a decir al oído y a dibujarle en el cerebro, en el revés de los párpados, miles de historias de príncipes como yo y de princesas como ella, prefiere espantar, como si fueran moscas, mis imágenes difusas y se despierta, se levanta de su lecho, sea el que sea, sea el de quien sea, va al baño, se mira al espejo, se moja la cara, se fuma un cigarrillo de esos que marean y vuelve a la cama a amar a ese “quien-sea” o se duerme y lo sueña.

Tal vez me teme, maldita seas, me teme, hijo de dios, me teme, hijo de puta, me teme… le teme a mi recuerdo.

Pregúntenle a ella. A mí no me jodan con preguntas y déjenme acabar lo que les digo. O lo que le digo, al fin y al cabo no sé quién es usted o ustedes. Es más no sé nada. Bocas cerradas, labios sellados, codos atrás, manos arriba… cierren los ojos, que esto se acabó.

Pero no lo que les cuento, se acabó el cuento, pero no se los he contado todo. Mejor dicho, todo tiene su final, nada dura para siempre, decía el cantante, hágale caso no joda. Oiga, limítese a escuchar y yo luego lo dejo que me joda con sus palabras entre signos de interrogación…

¿Me temerá? Le teme a mi recuerdo porque sabe que me dejó metido en un hueco que empecé a abrir por ella. Quién iba a pensar que ese hueco de 20 por 40 centímetros no era para un árbol sino para enterrar los huesos que quedaran después del incendio en el que morí.

Quién iba a decir que después de todo el fuego sí mata, el de la pasión, el del olvido, el del odio, el de la ausencia, que es un fuego frío, pero quema tan profundo que en la piel salen llagas que duelen al contacto con el aire y se sanan con el agua salada, sin pestañina, de un llanto ajeno.

¿A cuántas maté por ella? Creo que fueron tres, pero mi memoria no me dice que fueran tan pocas y mi ego no me dicen que fueran muchas, tampoco, el golpe no mata pero hiere y más cuando es en la cara. La herida me dejó un morado eterno en la mitad izquierda del pecho y una cicatriz de 10 puntos de sutura en la mejilla derecha, esa que alguna vez se empapó del sudor bendito de su impresionantemente bello hombro izquierdo.

La primera fue mi Lena, mi Lenita linda, que me abrazó como queriendo meterse al otro lado de mi piel y ser una sola cosa conmigo. Claro, yo me dejé abrazar y la abracé, por supuesto.

Ella no pensó nunca en joderme la vida, pero casi lo hace. Semanas después me hallaba corriendo, seguido por un sinfín de luces rojas y azules y amarillas que me gritaban “quieto hijo de puta” mientras más atrás alguien decía “agárrenlo que se escapa y se mete a un hueco y capaz que nadie lo encuentra”.

Pero no me metí a ningún hueco. Lenita se dejó abrazar tanto que se ahogó con mi fuerza. Yo le dije cuidado, porque si abrazo lo hago en serio y ella que se reía y me decía que tan tonto, que madure y sonreía y se le veían esos dientecitos blancos y esa lengüita que cuando besaba tocaba hasta los rincones más placerdantes de mi boca.

Pero yo hablaba en serio y en serio la abracé el día en que mi Ella se asomó por entre los árboles de agosto. Era febrero.

Lo recuerdo porque al respirar se alcanzaba a sentir el olor a mierda que dejaban los caballos al recoger toda la basura que quedó en las calles luego de las fiestas de fin de año.

Ese diciembre llegó por esta parte del mundo un tipo dizque muy lindo que decía que era el rey de no sé qué cosas y que se iba a llevar a cuanta idiota quisiera. Sólo dos cayeron y volvieron al país antes de dos semanas arruinadas y jodidas, endeudadas con la vida y pagando a cuotas la inocencia que perdieron al conocer el mundo de Alemán…

Así le decían al ojiverde, que en realidad tenía los ojos grises pero sólo yo me di cuenta al verlo frente al espejo de un baño vomitando una babaza verde y dorada en el lavamanos luego de haber besado a Clarita Meneses Clay, una loca que estaba poseída por el diablillo del pasado y que estaba condenada a la soledad de la cama más grande de este lado del mundo.

De Alemán no se volvió a saber nada. De Clarita se siguió sabiendo hasta ayer, cuando mi Ella volvió a llegar. Pero no me adelanto.

En fin, era febrero y yo abracé a mi pobre Lenita, que empezó a sonreír cuando le dije que me besara más duro que nunca y como no entendió se dedicó a abrazarme. Entonces, embargado por la urgencia de que mi Ella no me viera tan atragantado de rabia la abracé a la Lena y empezó a escupir barbaridades que nunca había oído en mi vida.

Pero la seguí abrazando, que se jodiera, pensaba yo, que se jodiera y dejara de escupir. Que se joda y me vea ocupado abrazando a Lenita, a mi Lenita del alma. Pero cuando me di cuenta dejó de escupir y se cayó al suelo luego de dejarme de abrazar.

Se fue cayendo, lentamente, agarrando como por arte de un último impulso el brazo izquierdo mío.

Yo al verla caer agarré la manga de su saquito de rayitas naranjas y negras y blancas y colores de esos que ella vestía, pero siguió cayendo, dejando desnudar con la caída su hombro izquierdo, su asqueroso y repugnante hombro izquierdo. Salí corriendo.

Meses después regresé a estos lados del mundo. Tenía en la cara, eso me dicen, las marcas de una larga temporada metido en un hueco para que no me encontraran. En realidad estuve vagando por otros lados del mundo. Visité a Alemán y le dije mono comemierda y él, riéndose, me mandó para el carajo de un puñetazo en el estómago.

Dos semanas en el hospital, alimentado con puro suero y por entre esta venita que se ve en el brazo.

Al volver Clarita estaba radiante, jodida como siempre, pero radiante. Yo pregunté por mi Ella, pero me dijeron que el día en que mataron a Lenita Villaveces ella lloró mucho y gritó a los vientos pidiendo perdón. La creyeron loca y nadie la volvió a saludar.

Esa tarde de febrero, dicen, se perdió por detrás de los árboles de agosto, que de tristes parecían de enero y ya nadie nunca la volvió a ver, porque a nadie le importaba que ella llegara. Además, era un fantasma.

Clarita fue la única que me reconoció y al verme, espantada, apenas si pudo señalarme con la mano derecha, con el dedo índice extendido, y rebuznar un ec, ec, ec, él fuuu…

Yo la tomé de la mano y la besé, para callarla y porque sus labios eran entonces tan deseables que no pude resistir la tentación.

Ella se dejó besar y desde entonces nos besábamos tres o cuatro veces por día. A veces yo tenía que correr al baño a vomitar con tanta fuerza que enflaquecí y se me borró del vientre la herida que me produjo Alemán y la cicatriz en la cara se desvaneció al tercer día de regurgitar los besitos de Clarita.

Fueron meses felices y bastante desagradables para los que compartían el mismo baño en el que vomitaba Alemán. No me importaba, porque al levantar el rostro, frente al espejo, estaba ella, no Clarita sino Ella, mi Ella, sonriéndome y diciéndome que era un idiota y que dejara de vomitar.

Me estaba enloqueciendo. Decidí invitar a Clarita al bosque de los árboles agostinos y el cielo naranja, con el sol encerrado tras rejas de madera negra. Clarita aceptó.

Esa tarde de septiembre, lo recuerdo porque el naranja era más bien gris y el negro era más bien blanco y el sol era más bien luna, no apareció un alma en el parque. Ni siquiera las de nosotros dos: En ese entonces ya no teníamos alma.

Esa noche no vomité. Me dediqué a observar con atención la desnudez miserable y lastimosa de Clarita, cuya piel extremadamente blanca espantaba al fantasma de Lenita que venía a sentarse en mi cama para recordarme que debía abrazar a Clarita.

Al otro día, sin embargo, embebido de una furia sin igual, besé a Clarita unas 32 veces, según mis cálculos y me enfermé. Ella también y se murió, porque el veneno que le inyecté en el corazón de león que palpitaba en su párpado derecho emborrachó su cerebro y le volteó los pulmones hasta reventárselos. Dejó en mi recuerdo final un beso plasmado en la punta de mi dedo del corazón de la mano derecha.

Aun me arde cuando escribo, pero ella, lo sé, me está agradeciendo su muerte. Ojalá Grolie lo supiera.

Dicen que él, Grolie, me está buscando para hacer justicia. Que trae un palo de madera negra con un sol naranja pintado en la punta. Está loco, ¡¡como va a hacer justicia con un recuerdo que no existe!!

El pobre Grolie estaba enamorado de Clarita pero ella nunca le regaló un beso de vómito. El pobre cayó en un pozo de soledad del que ya no pudo salir.

Dicen que embarazó a una mujer que fue a venderle la salvación eterna a la casa. Pero ese hijo, por supuesto, no era la reencarnación de nuestro señor Jesucristo el salvador del mundo. Por eso la policía lo agarró y lo metió al calabozo de los asesinos de futuros. A los tres días lo sacaron en dos camillas. Una larga con su cuerpo. La otra corta, con su cabeza y un palo café oscurísimo con un sol pintado en uno de los extremos.

Nadie lo fue a reclamar a la morgue. Tal vez por eso se sentaba encima de mí por las noches a hablar con Lenita. No sé porqué nunca invitan a Clarita a sus extensas charlas.

Un día después de que la cabeza de Grolie salió por la ventana del calabozo de los asesinos de futuros fui al parque de los árboles de agosto a ver el entierro. Allí estaba medio pueblo, el otro medio me estaba buscando para darme una herencia que me había dejado el pobre Grolie.

Era el palito, que estaba hecho de puro balso y no servía para matar ni a una hormiga. Pobre Grolie, yo pensé que me quería matar.

Al final de la tarde, cuando el sol era todavía más luna y el naranja era más gris y el negro era aun más blanco, apareció Ella, mi Ella.

Traía el vestido de siempre, pero no era la misma. Su belleza natural se había perdido tras un manto negro, con vetas blancas, que cubría su deliciosamente hermoso hombro izquierdo.

Me miró y me sonrió de tal forma que creí que me llamaba. Cuando me acerqué gritó y salió corriendo, escupiendo babaza por la boca y maldiciendo el pensamiento que había provocado en mí los pasos que di hacia ella.

Corrió como espantada por el sol que empezaba a caerse por el borde del mundo y corrió tan rápido y dejando tan vacío el horizonte que pensé que no había visto más que un espejismo de esos que ella dibujaba cuando estábamos vivos y caminando por el camino que va de mi casa al cementerio en donde había enterrado el último gran amor de su vida.

Era Julito Marco Pinilla, un loco que se quería emborrachar de música y terminó debajo de un árbol cantando ayeres y mañanas olvidándose de la pobre Ella, mi Ella, dejándola con el ramo de cartuchos negros marchitándose entre sus manos pequeñas.

Una tarde, cuando caminaba alrededor de su árbol de fantasía y acústica improbable, una ráfaga lo hizo caer estrepitosamente encima de su guitarra sin cuerdas. Por supuesto la rompió y al querer saber el origen de esa ráfaga no encontró nada distinto al verde claro que manaba mi Ella al pasar. La culpó y le lanzó tan crueles improperios que ella apenas pudo atinar a decir ayes y mierdas y más ayes.

Al otro día vinieron los de la policía, porque alguien les dijo que estaba loco y que dejaba mal olor. Pero no lo encontraron. Mi Ella se lo había llevado, hacía muchas horas, a meterlo en un hueco porque se le había muerto mientras jugaban a la venganza.

Nadie más lo supo. Sólo yo, que la vi y le quise ayudar abriendo un hueco, pero ya no era necesario, Mi Ella ya lo tenía todo listo. Creo.

Me fui para mi casa a pensar en el pobre Julito. Siempre cantando hacia la luna pidiéndole un poquito de luz para poder encontrar la hoja de papel de arroz que se le había perdido por dormir tanto en la mañana.

Pero ahora era solamente un hueco tapado con tierra negra, lombrices y pasto.

Cómo ya no la vi más decidí volver a mirar detrás de los árboles, aún bajo la probabilidad de perderme entre los barrotes de madera negra. Por eso até a mi cintura el color negro que emana mi cuerpo durante septiembre.

No la vi sino hasta muchos días después, cuando estaban tumbando los árboles a gritos porque se había comido a tres niños y una mujer embarazada. Algunos dicen que fueron los pillos, otros que fueron los lobos y otros que habían visto a las ramas caerse dijeron que se los había comido el bosque, que por los días de octubre y noviembre se despierta a comer niños.

Yo no creo nada de eso, yo creo que ellos se escondieron y se perdieron hasta enloquecerse con la soledad de Mi Ella. Al menos eso fue lo que descubrí luego de varias noches durmiendo al lado de una hoja de luz de luna.

Ella apareció por entre las ramas y abrazó los gritos que hacían caer los árboles, que parecían hojas de papel en un remolino de viento.

Cuando la vi traía cubierta la frente por una maraña de pelo blanco y tierra. Se acercó por mi espalda y, sin que yo la viera, me tapó los ojos con los dedos de sus manos preguntándome que de qué color era el aire que manaban las rosas luego de las brisas de agosto.

Cuando me dejó verla, a su lado, de pie y con la mirada perdida en debajo de las ramas de los árboles, estaban Clarita y Julito, agarrados de la mano y bailando al son del zapateo de Lena, que había llegado más linda que nunca.

La abracé con fuerza, empapado de alegría, pero ella apenas si emitió un suspiro de nostalgia. Me alejé.

Lenita, que seguía zapateando ante los abstraídos bailarines, me miró con resentimiento y no pude más que evitar su mirada por el resto de mi vida que fueron unos pocos días más.