martes, 26 de enero de 2010

Mi viaje caicediano

Hace ya bastantes años no pasa un día en que una frase, una imagen, una canción, un libro, un cuento, un video o lo que sea, no despierte en mi cabeza el recuerdo latente del gran, del grandísimo Andrés Caicedo, ese genial escritor, cinéfilo, rebelde, artista caleño que un día cualquiera tomó la decisión de acabar con su vida dejando al mundo con un vacío tan grande que sólo se ha podido llenar con su magnífica obra.

Traigo a colación el tema, porque hace algunas semanas una pregunta da tumbos por mi casa luego de que alguien me interrogara sobre mi percepción acerca de Caicedo. Casi que me confrontaba, me requisaba argumentos buscando una señal que le permitiera declararme un fraude. Tal vez por mi pseudónimo habrá entendido que pretendo ser un retrato de alguno de sus personajes, tal vez del propio escritor. Pero no, erraba en esa apreciación él. Erraba, quizá, en mi apreciación yo mismo.

Simplemente puedo decir que he superado el umbral de la edad alcanzada en vida por Caicedo y, sin embargo, ese ímpetu artístico que habita en mi interior se ha quedado en más promesas que realidades. En archivos empolvados que apenas si han tratado de ver la luz para ser condenados a la ceguera de un mundo que no encuentra en ellos más que simples anécdotas generadas por alguien que tal vez sueña demasiado y se plantea su realidad de una manera poco seria, sin la disciplina del caso. Ese juicio, que presumo en los demás, debe ser también entendido como mi propia confesión.

Caicedo para mí es, sin embargo, ese viaje que emprendí una tarde cuando tomé un ejemplar pirata de "Que viva la música", obra que logré leer en apenas un par de días y que infiltró en mí una cualidad animal, carnívora que se despierta cada vez que una carátula me enseña en nombre de Caicedo y me obliga a devorar sus páginas en tan solo unas horas.

Un viaje que me llevó a cuestionar al mundo, a mi propio yo, a la vida que empezaba a construir, a la obra que apenas despuntaba en mis cuadernos y archivos. En esa misma travesía abandoné al mal poeta que fui para convertirme en el cuentista que sigue buscando en su cabeza las palabras y las historias que puedan dar fe de su talento, si es que lo tiene. Un cuentista que muy a menudo busca en las palabras de la obra caicediana las pistas necesarias para abordar ese mundo que a tropezones ha construido en su cabeza, a manera de cuento, de proyecto de historia.

No sé. Creo que si me asomo al espejo con alguno de sus libros en mi mano, no podría más que sentirme decepcionado por el rumbo que ha tomado mi vida o para ser más exacto, por la quietud a la que me he condenado ante la poca fuerza para asumir con grandeza esas derrotas que representan los labios chuecos, los halagos fingidos o el silencio que siempre concurren tras la lectura ajena de mis obras. Excusas que siempre me sacan bien librado a la vez que me confrontan.

Pero con la decepción del rostro que me mira desde ese cristal, me resigno a revisar mis papeles, mis archivos. Salto al mundo para escupirle mi mediocre o magnífica obra en la cara, eso que lo decidan ellos. Revuelvo, revuelco, esculco, esculpo, insisto, resisto y encuentro… siempre encuentro algún papel olvidado, una nota de prensa, una frase entrecomillada, un libro algo raído.

Es entonces cuando apago mis ilusiones, me siento en el cómodo lugar que me he malganado en el mundo y, mientras la voz de un joven Mick Jagger o los cueros de una salsa genial taladran mis oídos, empiezo con un cuento, con una novela inconclusa, con lo que sea que haya sido firmado con su nombre, una nueva escala de mi propio viaje caicediano.

domingo, 17 de enero de 2010

Fantasma

Acababa de amanecer y una sombra de dolor vestía el horizonte por encima de las rosas del verano. Rosas secas que hacían recordar los versos que una mujer, algo mayor de 30 años, había pensado cortar para entregárselas a un hombre que le había entregado no sólo unos minutos más de alegría en su vida, que parecía rendirse ante la inminencia de la muerte y la depresión, y que le había permitido conocer nuevos rumbos, nuevos horizontes y nuevas formas de amar.

Las rosas, sin embargo, aunque secas seguían haciendo parte de este mundo. Igual que ella, igual que él, que seguían recorriendo. a pesar del calor, los caminos que habían permitido que ella lo amara a él, lo necesitara; y él la necesitara a ella, la salvara.

Pero él, otro él, hacía parte de universos en los que sólo habitaban su alma, sus sueños rotos, el recuerdo de una tumba sembrada en la tierra del mundo primero. Nada más.

Sus poemas en el mundo de aquellas rosas habían sido olvidados, enterrados o consumidos por el moho. Inéditos se habían quedado metidos en una caja que el tiempo, el agua y el olvido fueron pudriendo de tal forma que en el lugar que alguna vez un verso decía "quédate ven amor" hoy sólo se veía un gusano alimentándose de papel, de tinta mojados.

A veces este hombre se despierta y empieza a recorrer el mundo, el mundo de las rosas secas, y persigue, en silencio, a esa mujer que va con su salvador, con su nuevo y vivo ángel de la guarda. Su dulce compañía la invita a escuchar los cantos de uno o dos violines o tal vez de un arpa o un conjunto de tambores andinos. Ella acepta, se derrumba ante la inminencia de una respuesta positiva. Se deja llevar, lo abraza, tal vez lo besa... sí, lo besa, y como siempre se olvida de que en un lugar, no muy lejos de allí, los huesos sin alma de un hombre la esperan y necesitan revivir.

Y para esto último lo único que necesita es que ella, en algún momento de su vida, tal vez sobre una cama, mientras ama a su otro, o en el autobús, cuando viaja hacia su otro, o en medio de un baile, con su otro, o al dormir o al escuchar o al leer, lo recuerde. Lo llame con su pensamiento, llore; sí, que tal vez llore y sienta en el pecho una aprensión terrible y el peso de una culpa, por lo menos pasajera, que le indique que si alguna vez está sola en el mundo, un cadáver estará siempre esperándola.

Él, su alma, la sigue, los sigue, despacio, como si temiera ser visto pero no deseando menos que eso. Sí, que lo vea y se asuste y se sonroje y se desmaye; que quizá se desmaye y él, su otro, se asuste. Que pelara el cobre y huyera y la dejara ahí, sin más prevención que la de no ser visto por algún par de ojos que lo juzguen.

Pero no. Ella no lo ve y no se desmayará. Y si se desmaya él no saldrá corriendo. Acaso, si esto sucediera, él sacaría a golpes o a gritos al fantasma, que correrá por la calle en busca de la esquina o la alcantarilla más próximas. Se arrodillará de regreso, la tomará por la cabeza y le dará un poco de su aliento para que ella despierte.

Y ella, sintiéndose como una bella durmiente en manos, en brazos de su príncipe, no podrá menos que besarlo, que agradecerle, que suspender, cancelar la invitación y llevarlo hacia su lecho, para amarlo como bien pudiera merecerse.