lunes, 22 de noviembre de 2010

Vacío

Siempre habrá tiempo para el olvido, para levantar de nuevo la cabeza y para enfrentarse de nuevo, con total tranquilidad, a un mundo lleno de posibilidades abiertas, de peces en busca de ser pescados, de luz, de sol y de rutas que deben ser descubiertas. Eso lo sabe. No le queda duda de que así será. Pero eso no sirve para menguar el vació que se apodera de su pecho.

Pasan las horas y los días y él no sabe qué camino tomar. Es consciente de que el futuro no se quedará esperándolo para siempre, pero el afán no es su mejor amigo ni su mejor estrategia. Ha decidido quedarse sentado frente a sus recuerdos mientras el sol decide escaparse del cielo y ya, con la noche, dejarse vencer por el cada vez más débil poder del sueño. Algo que parece improbable.

Hace tan solo un par de noches no fue capaz de dormir por más de una o dos horas seguidas. En la profundidad del sueño algo, alguna presencia lejana le hablaba al oído, le recordaba su voz, su aroma, sus palabras. Tentado a llamarla encendía la luz y se resignaba a observar el techo blanco y frío. Un techo que poco a poco iba tornándose azul, más claro en su blancura. Y llegaba la mañana.

La calle, ese destino obligado, recibía a un hombre que trataba de ocupar sus pensamientos en filas de bancos, cuentas por pagar, trancones que apelaban a su paciencia y compras que había que hacer. El hambre hacía días no lo acompañaba, pero se daba el chance de engañar a la boca con algún plato para masticar. Ritual que hacía puntualmente a cualquier hora, en cualquier lugar. De cualquier manera.

Sabía que debía evadir rutas comunes o, por lo menos, esas que están llenas de recuerdos. Pero sus pies no son más fuertes que su deseo y siempre llegaba a la esquina de siempre, al restaurante en que ella se daba la oportunidad de reír mientras torpe y mágicamente dejaba caer sobre sí algo de comida. Los dos reían.

También se atrevía a meterse al cine en el que en varias ocasiones presenciaron historias lejanas que los acercaban un poco más. El beso, el abrazo, la caricia, encontraban en la tiniebla titilante de la sala a la mejor aliada y las sonrisas mudas hacían acto de presencia en sus oídos.

Pero eran sólo recuerdos que, a pesar de su calidez, no lograban llenarlo de esperanza ni sacarle una sonrisa de más de dos segundos. Tiempo que pretendió extender esta noche con un par de cervezas frías en el bar, el primero, el único, el destino siempre buscado tras una tarde de restaurante, cine, caminatas por calles al azar y paradas cada vez que una luz, su sonrisa, deseara ser apagada.

La suerte, buena o mala, le permitió coincidir. Sorpresa esperada, pero casi descartada. Ella estaba allí, sentada en el rincón que en otro tiempo les perteneciera a los dos. Mirando hacia afuera, como esperándolo, como pretendiendo llamarlo con la mirada. Al verlo, sonrió con la torpeza de quien logra más éxito del esperado. Se abstuvo de saltar hacia él, que lentamente se acercó.

La noche, con lluvia, posee ese formidable brillo que se ambienta con la enorme sonrisa de quien se atreve a mirarlo desde la silla de en frente. Algo más confiado que hace un par de horas, que hace unas cuantas cervezas, se osa a lanzar miradas fijas a los ojos, sonrisas de medio lado y uno que otro comentario que, en otro momento, preferiría comerse para no correr el riesgo de pasar vergüenza.

Y a esa noche salieron. Cubiertos por una enorme nube gris, bañados por una leve llovizna, caminaron como antes, sus brazos enlazados. Sus miradas buscando esquinas dignas de presenciar sus besos. Y al final del sendero azaroso: una habitación, una cama, unas sábanas ansiosas de recibirlos.

***

Por las grietas de la cortina se cuelan los rayos de sol. Se dibujan en la habitación las presencias: libros regados por el suelo, un computador que anhela, exige ser conectado, un desastre de miserias desparramado por todo el lugar y, sobre la cama, un hombre, él, observando con ojos atentos la frialdad blanca de un techo mudo.

Empieza su nueva rutina. Abre ventanas, sale a la calle, ocupa su mente en bancos, cuentas, comida, calles… de nuevo un cine se atraviesa en su camino. Cae el sol nuevamente, el bar lo llama y allí, como cada noche, un rincón reservado. Como cada noche, nadie lo espera. Como cada noche, fabricará un recuerdo para rellenar su incapacidad de olvidar.

Un recuerdo que, como esta historia, concluye con un hombre mirando a un techo frío, blanco. Vacío.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Tres

I

Amanece. Una leve llovizna cae sobre la ciudad y la tímida luz del sol, junto a las gotas que resbalan lentamente en la ventana, conforman una mágica postal que, de tener una cámara a la mano, podría ser inmortalizada. Pero este no es el caso. Más tarde, cuando el calor empiece a crecer y el rocío, junto con la lluvia, sea apenas un recuerdo, no habrá tal imagen. Sin embargo, él se atreve a soñar. Hay luz y lluvia y magia y postales eternas y esperanza en el mundo. Podría darle un nombre, pero no se atreve a pronunciarlo. Hay que salir a la calle y toparse con ese nombre hecho carne. La imagen que le devuelve el espejo es perfecta, ni un cabello fuera de lugar. Su vestido es impecable. Su aroma, inconfundible y atractivo. Sólo un detalle para tener en cuenta: para el resto del mundo, este, es un día cualquiera.

II

El horizonte permanece intacto. Las horas pasan, pero la imagen a través de la pared –poderes mágicos de las princesas- está en el mismo estado en el que la había dejado horas antes. Ella, fragante y luminosa, como su sonrisa, espera a que aparezca por la puerta el dueño de sus pensamientos. Torpe, con unos ojos que brillan al mirarla, con unas manos que no saben qué hacer y unos labios que, esta vez, como otras, tampoco sabrán que decirle. Pero espera. Es desconocida la sensación, el temblor en las piernas, el sudor frío, la sonrisa nerviosa. Es extraño el afán que la sacó temprano de su cama esa mañana, la obligó a buscar en el espejo la imagen más agradable, a perfumarse, a decorar su rostro con la más mágica de las sonrisas. Obligada, como ahora, ansiosa, a esperar.

III

La puerta se ha cerrado. En una esquina el hombre más feliz del planeta abre un cuaderno sobre su pupitre. En un rincón, casi opuesto, la clara y límpida mano de la mujer más alegre del mundo escribe alguna fórmula matemática sobre la hoja cuadriculada. Rumores, preguntas, lecciones, campanas, lápices, risas, horas, ruidos y un universo entero ocupan la mañana. Ellos, él y ella, esperan. Llega el final del día. El afán, una mirada cruzada en la distancia. Una sonrisa leve en el rostro de ella. Un temblor imperceptible en las piernas de él. Fin de las clases. La puerta se abre y el barullo se desborda. Quedan ellos solos, ocupando el salón. Una mirada más, otra sonrisa. Una mano –la de él- extendida; una mano –la de ella- que se deja atrapar. Caminan juntos sin cruzar palabra alguna. El colegio, con sus lecciones, sus cuadernos y sus fórmulas, queda atrás. Y dos bocas que buscan un primer beso, empiezan a escribir una historia que, aunque termine al final del año, durará para siempre.

viernes, 1 de octubre de 2010

Hace frío

Habíamos aceptado todo. Renunciaría yo a la comodidad de mi letargo, a despertar tarde en la mañana, a la dichosa soledad de ver televisión sin considerar perdido un solo minuto, a la tranquilidad de quien tarda una hora en la ducha sin más complejos que el sentimiento de culpa que produce el alto costo del recibo que se paga a mitad de cada mes.

Ella, por su parte, renunciaría a su ciudad, a su tranquilidad, a la cómoda soledad desde la que me había encontrado. Dispuesta estuvo a dejar de una vez por todas que al otro lado de la cama se empezara a dibujar mi silueta y el calor de mi espacio empezara a quedarse allí para siempre. Dejaría para después su vida, quizás abandonada para siempre, con la sospecha de que ese "para siempre" me tendría a mí como protagonista.

Imaginamos las noches en que la nevera repleta de mil y una cosas no nos ofrecía lo que buscábamos: Coca-Cola. Pensamos en lo lindo y maravilloso que sería salir al frío bogotano, arropados con cuanto abrigo encontráramos en los cajones y, siempre agarrados de la mano –mejor- abrazados, caminaríamos hacia algún supermercado de esos que abren las 24 horas. Nos detendríamos en cada esquina para decorar con un nuevo beso la noche y seríamos, la ambición era grande, sencillamente felices.

Los reencuentros de cada noche serían, dijimos, como la primera cita en nuestras vidas: una cama llena de flores, una puerta que se abre, una habitación vacía, unas manos cubriendo unos ojos, quizá una venda, una pareja que se deshacía y derrumbaba hacia el abismo claro del placer, unos ojos cerrados, un suspiro, mil besos, una explosión y, finalmente, una mirada.

Sería, sin duda, una historia memorable de esas que no se escriben todos los días. Iniciaría como esa noche en que decidimos hacerlo. Al hablar, durante horas, surgieron las posibilidades: su certera e ineludible llegada a Bogotá, mi insoportable necesidad de huir de mí mismo, sus ganas de sentirse por fin dueña mía y poseída por mí, la tentadora imagen de sus lentes y los míos durmiendo en la misma mesa de noche, nuestra innegable urgencia de ser salvados y rescatarnos mutuamente de la soledad.

Recuerdo que, mientras ella me hablaba al otro lado de la línea, salí a caminar bajo el frío de la noche. A nuestra manera dijimos que sí a todos los sueños que construíamos de tanto hablar como quien –dijo el poeta- hace camino al andar. Finalmente, mientras la luna me miraba y el brillo de la alegría explotaba en mis ojos (creo a ciencia cierta que igual sucedía en los suyos): pregunté. Ella respondió afirmativamente. Preguntó. No fui menor a las expectativas.

Pero nuestro mutuo y feliz "sí, acepto" terminó por enfriarse con la distancia. No logré huir de mí y ella se sintió poco capaz de salvarme de mi soledad, prefiriendo no renunciar a la suya. Poco a poco se nos fue apagando la explosión que decoraba nuestros rostros y la vida, esa genial libretista con sus giros dramáticos, nos permitió una última llamada, un adiós que parecía adueñarse del "para siempre" que habría querido tener mi nombre. Y nos fuimos.

Hace poco hablé con ella. Supe que su inevitable llegada a Bogotá parecía no tener más plazos posibles. Supo que mi huída de mí seguía siendo una empresa inviable.

De las últimas cosas que me dijo recuerdo con absoluta claridad un par; de esas que se graban en la mente y que el cerebro no sabe qué hacer con ellas, qué orden dar al cuerpo. Confieso que entre la alegría que me da saberla bien y tranquila y algo feliz, se me cuela cierta nostalgia bien disimulada. Dijo que había logrado olvidar rápidamente y que en su llegada a Bogotá un "Sí, acepto" la esperaba, viviría con alguien y se daría la oportunidad de llenar con un nombre distinto al mío ese probable "para siempre". Ah, dijo además, que ya no toma Coca-Cola, algo que consideré poco menos que una traición tan alegremente perdurable como su sonrisa.

Por mi parte diré que de vez en cuando mi nevera me obliga a salir a la calle protegido de mi abrigo favorito en busca de una Coca-Cola. Nadie me habla al oído y me permito el lujo de reír cuando la Luna se deja ver, quizás recordando esa caminata en que aceptamos darnos la vida entera. Sigo en Bogotá y seguiré aquí por tiempo indefinido. Lo más cerca a un "Sí, acepto" que he tenido se fue sin preguntar –ni dejarse preguntar- nada digno de esa respuesta. A veces la recuerdo. Hace frío.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una sonrisa desde el umbral

El cuento de hoy es muy breve. Pretende serlo. Ya veremos. Habla de un hombre de pie en el umbral de la puerta de una habitación en la que descansa una mujer. Habla de una noche plagada de estrellas y de un viento leve que logra colarse por las ventanas y ondear, como a bandera victoriosa, la ligera y poco tenaz cortina.

Habla, además, de un libro arrojado, sin el más mínimo de los cuidados, en el suelo, junto a la cama. Piso en el que descansan varios pares de medias desperdigados por aquí y allá, una libreta de pensamientos a medio llenar, un billete que juega a las escondidas desde hace ya varias semanas –y contando- y, claro, el fantasma de un perro que se niega a abandonar la alfombra sobre la que se echó tantas veces.

Es un cuento breve, lo he dicho, y habla de un hombre que observa desde la puerta, un hombre ansioso por encender la luz, despertar a la mujer que tan profunda duerme, besarla, acariciarla, penetrar con su lengua sus labios, gemir un placer enorme en su oído y buscar con sus dedos el placer en ella.

Un hombre que se da media vuelta y recoge sus pasos para sentarse en una cafetería cualquiera, beber un tinto oscuro, hirviente y sin azúcar; abrir su libreta, empezar a recordarla y narrar una breve historia sobre alguien que escribe acerca de una mujer que lee.

Que lee y sonríe. Como también sonríe el hombre que la mira leer desde la puerta. Buenas noches.

domingo, 12 de septiembre de 2010

¿Qué tal?

Qué tal coger, por ejemplo, esta puntillita, mal clavada como ves, y presionar la punta con el dedo. Darle, duro, presionar más hasta que la piel se ponga blanca por la presión. Y más. Seguir empujando, que el dolor aumente y la carne ceda. Que empiece a salir la sangre. Tocar el huesito, seguir presionando, empujando, hasta que la puntilla llegue a atravesar totalmente el dedo y finalmente levante la uña. Que la arranque desde adentro. ¿Qué tal?

O si no, entonces que ella le diga que no. La que tantas veces le ha negado el sí, otra vez le diga que no y se vaya. ¿Qué tal la incertidumbre de no saber qué está haciendo a estas altas horas de la noche? Pues qué va a ser si no lo que piensa, pendejo. Con el amor de sus tormentos. Y más aún. Ponerse a imaginar de verdad qué-es-lo-que-está-haciendo. Seguir hasta que el puñal le arranque el corazón desde adentro.

Duele ¿cierto? Pero no es lo mismo. Este dolor tiene que ver más con el sentimiento y aquél con las sensaciones -¿si es así Mayena?- Cómo sea.

Estábamos en la puntilla. Y qué hace uno en esas. Rico. Coger el dedo, chuparse la sangre. No sé por qué se me ocurrió esto, pero viendo y escuchando desde el televisor a esa trompeta, al tal Clifford dele que dele con las mejillas infladas como globos, y a punto de reventarse, como globos, por eso lo decía, se me dio por reventarme el dedo.

Chuparse la sangre. Con el dedito en la boca, vuelto mierda, chupar y con la lengua acomodar la uña, todavía pegada con alguna fibrita de piel a alguna parte de la mano, en su lugar original si es que aún queda cimiento de aquél. Chupar. Rico.

Y la sangre que baja por la boca, la lengua y la garganta. Calientita y mía. Quiero decir, la sangre de uno mismo. Y de pronto sentir su calorcito en el pecho y quizás sentirlo en el estómago. Ah, placer, sólo placer.

Después meterse otra pepa, otro soplo, otra bocanada. Para dormir el dolor y no dejar despertar los cabales. Mientras tanto mirar que en la mesa, en la puntilla, un trocito de carne propia y viva llama, roja, a gritos. Tomarla con el dedo, otro dedo, la misma mano, y pa la boca. Rico. Masticar, mezclarla con la pepa vuelta grumos a mordiscos o revolverla con el polvito… Mierda, mierda, meterla en el tubo y comérsela a bocanadas. Mierda. Los cabales que para allá se fueron.

Qué tal esperar a que llame, que seguro llama, por esta cruz que llama -¿si o no Mayenita?- y esperar a que salude. Saludar, claro. Preguntar que cómo le fue anoche. Y justo antes de que abra la bocaza, caverna de escombros y purita mierda, y diga que tragó y tiró de lo lindo, mandarla para la mismísima mierda. Y sin dejarla decir esta-boca-es-mía tirarle el teléfono, ponerle un tramacazo a la distancia y en el oído, en la oreja, y volvérsela chicuca, física chicuca. ¿Sí o no? Bacano. Por fin algo de placer.

Y salir a la calle a que el frío me haga doler el dedo, el puto dedo vuelto mierda. Pero le tiré el teléfono y la mandé pa'llá, pa donde sea. Algo de placer para este muerto. ¿Qué tal? ¿Cómo la ves?

domingo, 5 de septiembre de 2010

Habría preferido quedarme a su lado

"…que vengo liviano como la espuma de las orillas…"

Mire. Al salir de mi casa me sorprendió notar cómo el cielo se empezaba a derretir y una lluvia fortísima parecía dispuesta a desaparecer la ciudad de la faz de la tierra. Relámpagos y vientos cruzados amenazaban con, primero, espantar cualquier amago de tranquilidad en mi cabeza y, segundo, vulnerar mi equilibrio para arrojarme al suelo, quizás a algún charco mal ubicado o a una avenida algo transitada. Nunca antes fue tan grave y cierta la posibilidad de hacer realidad esa muletilla con la que antes solíamos reírnos: casi me atropella una avenida.

Caminé. Le confieso que lamenté muy poco mi casi radical negativa a usar paraguas. Sucedió que al verme totalmente empapado, pensé que tal vez habría sido mejor aprovisionarme con alguno de los que descansan junto a la puerta de mi casa, pero luego me alimentó la certeza de que habría sido prácticamente inútil. La lluvia parecía rebotar en el suelo. También lo lamenté hace unos minutos cuando me vi dispuesto a lanzar un par de piedras hacia su ventana y notar mi lamentable estado. Ya sabré si este remedo de arrepentimiento será duradero. Dependerá de usted, de su reacción, naturalmente.

Corrí. Fíjese cómo son las cosas. Uno cree que bajo la lluvia la carrera es contra el tiempo, contra el agua y contra los demás seres humanos que se encogen a su manera para recibir de la manera menos estrepitosa semejante ataque tan desmedido de los cielos. Pero no. De alguna manera un perro, un animalito de esos que se jactan de ser los mejores amigos del hombre, al verme sospechosamente conforme con mi estado cuasi-acuático empezó a ladrar insistente e insoportablemente. Pronto venció el temor al agua y salió dispuesto a cobrar mi osadía, a morder mi piel endurecida por el frío, a amargar de alguna manera el dichoso encuentro que me esperaba al final de este laberinto de calles que me trajo hacia usted.

Huí. Es necesario aprender a evadir ciertos lugares. Un par de fantasmas enormes han pretendido despojarme de lo poco o nada que guardo en los bolsillos. Fueron desconfiados mis ojos y hábiles mis pies para evitar que esta parte de mi cuento fuera un lamento sobre los pesos perdidos, el teléfono extraviado y la tranquilidad golpeada. Estoy intacto entonces, completo. Empapado y tiritando de frío. Y sin nada más que agregar en ese sentido.

Descansé. ¿Sabe? Es largo el camino a su casa cuando no se detiene un solo taxi o bus en el trayecto. Creo que el agua, escondida en mi ropa, aumentó en varios kilos mi peso y quizás por eso nadie me dio cabida en sus carros. Una estela de gotas sobre el suelo podría perfectamente conducirme de regreso, pero esta suerte de Hansel moderno ya conoce ese sendero. Ya he llegado a su casa de chocolate, ojalá caliente. Eso es lo verdaderamente importante.

Como ve, no ha sido la más sencilla y victoriosa de las travesías que pudiera haber emprendido alguna vez. Pero aquí estoy, finalmente, para penetrar en su espacio y colármele entre el cabello, contarle al oído mi desventurada aventura y jugar a regalarle un poquito de calor en esta noche helada y fría.

Empieza a llover. El camino de regreso es largo. Sobra decir que preferiría quedarme a su lado, pero, aun así: preferiría quedarme a su lado.

***

Mientras camino noto con algo de decepción cómo las nubes cubren casi la totalidad del cielo. Es tarde, algunas estrellas se dejan ver a través del agua condensada que presurosa empieza a caer con súbita fuerza. Pero no hay Luna. Y hace falta. No hay faro que me indique el camino para perderme y me temo que, al final de un par de horas, habré llegado al destino de siempre, al inevitable, a la puerta que, al abrirse, no me traerá nada nuevo: un café, algo para comer y, finalmente, la cama, sin ella. Vacía.

Dibujo la Luna y me dejo llevar por ella hacia esa cama que no espera y allí, en el lugar de siempre la encuentro. A ella. Me dejo caer sobre las sábanas calientes. Desaparece el frío. Cierro mis ojos. Usted me abraza. Ha sido una larga y difícil travesía. Pero usted susurra un leve grito en mi oído: "gracias" dice mientras me abraza. Mientras penetra a mi lado mis cobijas y deja que su calidez me cale en los huesos. No necesito más.

Habría preferido quedarme a su lado. Pero llueve. Y aquí está.

lunes, 30 de agosto de 2010

El muro que mis dedos buscan penetrar

Esta noche hablaré de princesas. De esas que tienen poderes mágicos y logran detectar la luz del horizonte aunque sus ojos tengan en frente un enorme, pesado e infranqueable muro. Esas que, además, cometen la mágica torpeza de hacer volar la comida por los aires, manchar un poco sus vestidos y reír con sonoro estrépito.

Frente a ellas puede haber un príncipe desinteresado en sus historias, un ogro con ganas de tomarse un café, un plebeyo soñando demasiado o, digamos, un flautista algo hastiado de espantar ratas con sus melodías y más preocupado por hacer sonreír a la princesa con una historia torpe o con una torpeza histórica, cualidad que ha aprendido a disfrutar en noches como esta, cuando ella lo escucha con atención.

Pero puede suceder, y sucede, que frente a la princesa no hay nada más allá o más acá del muro. Está sola. La distancia no le permite decir demasiado y, lo poco que dice, corre el peligro de no ser escuchado.

Confieso que suelo pasar por allí, cerca de esa torre en la que está encerrada, para tratar de escuchar cada cosa que dice. A veces se oye un susurro, a veces una sonrisa disfrazada de susurro… a veces una carcajada retumba por las paredes y llega hasta mis oídos. Cierro los ojos, un poquito no más –es esta distancia un lugar peligroso- y trato de imaginar la mueca que hace al emitir cada sonido.

Y espero. Con algún sonido que dice recordarme o que presume que no lo hace. Pero eso es lo de menos en este instante. Dije que hablaría de princesas, no de los que las esperan o las buscan o tratan de visitarlas a sabiendas de que sólo tendrán de ellas eso, esos sonidos de los que he hablado.

Encerrada en su torre, como alguna de esas princesas de los cuentos que alguna vez a todos nos leyeron, ella pasa sus horas, supongo, dibujando números a diestra y siniestra, sumando, restando, aplicando fórmulas ininteligibles para cualquier flautista despistado más pendiente de las lides de las letras, por ejemplo, o simplemente preocupándose –ella- por la vida que dejó atrás para acudir, no tan voluntariamente a este encierro.

Mirará de vez en cuando por alguna de las ventanas que la rodean hacia el mundo. Pero la vista es débil y no alcanza a enterarse de lo que se dibuja y vive más allá del horizonte cortado por nubes, árboles y lloviznas mal disfrazadas de aguacero. Por eso mira hacia la pared, hacia el muro del que he hablado antes, y logra mirar con enorme claridad todo cuanto quiere ver: la mano que la espera, la almohada que la extraña, la cocina que se deja penetrar por el frío sin enterarse de su ausencia, el auto que enciende su motor ansioso de llevarla a algún destino, el libro que desea ser leído por sus ojos no tanto por las palabras que puede regalarles, regalarle a ella misma, sino por poder abrir sus hojas y mirar sus ojos, percibir el leve murmullo de su voz, robarse pequeñas partículas de su aroma, sentir el breve toque de sus dedos al pasar la página. Los dedos que, a su vez, mirándola desde este, algún rincón lejano, quizás escondidos detrás de la ventana, del muro, quieren acariciarla.

Algún ruido, intruso, maldito por los ausentes, la despierta, la distrae, la atrae hacia la realidad de su encierro. El polvo, las reuniones, las cuentas, la multitud de cifras que la agobian, el cansancio que no puede espantar, ya por costumbre, ya por necesidad, ya por sueño.

Realidad de la que me hablan sus sonidos, sus susurros, sus gritos secretos y sus miradas a través del muro.

¿Quién sabe qué le dirán mis palabras detrás de las paredes? ¿Quién sabe qué sonidos escuchará a través de sus ventanas? Sin duda muchos, muchas, mucho, todo hará ruido, bulla, gritos para ser escuchados. Quizás la muchedumbre que golpea insistente el horizonte amenazando con derrumbar la distancia no le permite escuchar con claridad las voces que la llaman. Pero ella sabe que están allí. Me conformo con saber que sabe de la mía. Me revienta un poco [mucho en realidad] que sepa de otras. Pero este es mi cuento o mi historia o mi escrito, y yo decido de qué cosas hablaré. Y esas, las omito conveniente, saludable y rabiosamente.

Ahora, mientras escribe, digamos, un número más, un memo, una constancia, una nota de esas para no ser olvidadas más tarde o se sienta a escuchar la más tediosa y magistral de las reuniones, se toma el tiempo de una confesión. Se asoma a la ventana, busca por ahí una sombra que sabe que siempre estará, y le deja saber que lo ha recordado. Y ríe. Es una infidencia algo simpática que provoca en esa sombra una sonrisa enorme, como siempre, de medio lado, pero enorme. Sonrisa que se atreve a ser carcajada y a ser, por qué no, canción.

Pero es bien sabido que el flautista –paradoja- poco o nada sabe de cantar o crear melodías. Su arte, si lo es, son las letras. Y se sienta a escribir. A juntar palabras y asesinar los globos mentales que orbitan su cabeza.

Ideas, globos, que metamorfosean en el aire para transformarse en letras, en palabras, en frases, oraciones, tinta, párrafo, hoja, página y piel. Una historia que no lo es, un escrito que se transforma en mano, en dedos, en yemas y que sólo pretenden hacer más cálida la lejanía de la noche, romper, quebrar la distancia, atravesar muros inquebrantables, descubrir un rostro oculto tras un mechón de cabello, acariciar unos labios, una mejilla, un oído y penetrar en él para, finalmente, contarle la historia de un flautista que no sabe tocar la flauta, que conoce una que otra canción ajena que se atreve a dedicar, pero que, en cambio, se atreve a escribirle, a esperar abajo a que ella, por fin, pueda salir de allí, lanzar sus largas trenzas y permitirle subir. O mejor, un flautista que habla de princesas que se echan encima la comida, que pueden mirar a través de los muros y que esta noche, se toman la molestia de leerle.

Una princesa que, digo yo, se deja hablar por estas palabras y permitirse, como lo dije al principio, una sonora carcajada, pero ahora silenciosa, susurrada. Es tarde. No hay que despertar a los protagonistas de otras historias que tal vez nadie contará.

Ahora escucho el susurro de su carcajada. Es mi pie para irme. Hasta mañana, cuando trataré de volver. Feliz noche.

jueves, 19 de agosto de 2010

La muchacha que se sienta al lado

"…odio los buses que cargan esperanzas con la muchacha de al lado, esperanzas que se frustran en toda hora y en todas partes…"


 

La muchacha que se ha sentado a mi lado en el bus tiene ese aroma que lo pone a soñar a uno con pronósticos que no se van a cumplir. Las rodillas que se insinúan a través de su bluejean obligan a imaginar lo que podría ser un muy aceptable par de piernas. Sus tenis Converse blancos de Metallica –edición limitada- incitan a mi boca para que la invite a caminar. Por ahora, silencio.

Sus manos son algo más que perfectas. Así lo asumen mis ojos. Se presumen frías a la distancia. Supongo que sería lindo dejarse acariciar el rostro por esos dedos largos y limpios que se abandonan al deseo ajeno. El color de su cabello me pide que extienda hasta el extremo más lejano posible la mirada del rabillo de mi ojo. Es negro, juega alegre y hostilmente con el viento y un pendulante mechón anuncia su rostro a la vez que lo cubre.

Mis ojos, a esta altura del relato, han perdido cualquier escrúpulo y mi cabeza obedece. Sin demasiado disimulo miro su boca grande y risueña; sus ojos verdes y oscuros enmarcados en unos bonitos lentes de montura roja, sus facciones firmes y serias, las mismas que no ocultan con suficiente éxito un pasado lejano y no, en el que ha gozado desde el más íntimo de los placeres hasta el más estúpido de los chistes.

La miro casi de frente y el temor de ser descubierto da paso al deseo de ser correspondido, si no con una mirada igual de intensa, sí con una sonrisa o un gesto, si se quiere, de incomodidad o algo. Algo.

Esto es lo malo de viajar en bus. Se suele elevar la imaginación a la máxima y más ridícula de las potencias. Debo reconocer que la idea de salir caminando tras ella apenas decida bajarse del vehículo vino acompañada de una fantasía en la que su cuerpo desnudo se dejaba arremeter por el mío.

En la otra orilla de mi hilarante e imaginativa selección de fantasías, están mis manos descubriendo su ojo izquierdo; alejando el mechón travieso y anclándolo detrás de su oreja; intento que fracasa casi de inmediato al derrumbarse todo y notar cómo un alud de cabello se abalanza suave y alegremente, otra vez, sobre su rostro.

La mujer que se ha sentado a mi lado en el bus ha descendido. Obedezco a mis impulsos y bajo tras ella. Camino un par de calles más de las que requería para llegar a mi destino, pero me acompaña, feliz sorpresa que interrumpe mi itinerario, su figura mientras la persigo. Clandestino espía a pocos pasos de sus pasos.

Como lo tenía planeado al iniciar mi viaje, me acerco a la taquilla, elijo (?) la mejor película disponible, la silla más acorde a mis ojos y mi comodidad, pago el tiquete, ingreso a la sala, ocupo mi lugar y me dispongo a guardar silencio –casi- durante un par de horas. Casi.

La muchacha que se ha sentado a mi lado en el cine tiene ese aroma que lo pone a soñar a uno con pronósticos. Mi brazo la rodea y mis dedos –torpes, es bien sabido- juguetean con su cabello. Ella sonríe; hago lo propio. Luces, cámaras, acción.

Es bonito venir a cine con la muchacha que se sienta al lado. La de los lentes rojos, la de los tenis blancos. La que tiene un formidable mechón de cabello cubriendo su rostro. La que se deja besar por mis labios mientras mi cara se deja acariciar por sus dedos largos, blancos y fríos. Como lo supuse hace un rato, es lindo que lo haga. Y que lo haga, precisamente, la muchacha que se sienta al lado.

jueves, 17 de junio de 2010

Había que ver

"…Que yo sé que la sonrisa que se dibuja en mi cara tiene que ver con la brisa que abanica tu mirada"


 

Había que ver cómo se ponía esa mujer cuando la embargaba el embargo, es decir, la tristeza, porque el llanto se le disfrazaba de lágrimas y los labios abandonaban las sonrisas que la habían hecho tan famosa y tan querida por tantos hombres que habían soñado estar, por lo menos durante un segundo, a su lado.

Era una cosa impresionante hermano, ver cómo sus palabras empezaban a perder el rumbo y se despejaba en su mirada el brillo del agua que amenazaba con manar desde sus lagrimales para empapar sus mejillitas bonitas, que la hacían ver un poquito cachetoncita, pero muy linda, de todas formas.

Yo me desvelaba por no saber qué hacer y había que ver, hermano, cómo me ponía yo también. Uuuy, si me ponía mal, viejo, remal, porque no ve que ella es para mí como el aire. No, como el aire no, como la nariz, como los pulmones. Quiero decir que ella me daba la vida, porque me pasaba la mano por el cabello y yo sentía que el mundo era mío, porque ella, uy, siempre ella... Es que es difícil decirlo y ya, ella era, ella es para mí muchas cosas y ella es la mujer de mi vida, quiero decir.

Entonces yo la llamaba a veces a las horas de la madrugada, que acá en Bogotá es muy fría, y le decía que no se preocupara, que todo iba a estar mejor. Pero cómo iba a saber yo si eso era cierto, cómo le podía decir que todo iba a estar bien si yo lo único que esperaba era poder matarme para irme de este planeta. Cómo le iba a decir cualquier cosa si en últimas era yo el que necesitaba que le dijeran esas cosas y era yo el que estaba, también, triste. Hermano, yo soy una pelota, una güeva, hermano. Pero ella, por lo menos, no se daba cuenta y me creía y, aunque yo no le servía para mucho, por lo menos se contentaba con que yo me apareciera cuando menos lo pensara y así empezarle a invadir la soledad. Ella se dejaba acompañar, así fuera en la distancia, pero me dejaba entrar a su casa y a su alma, al menos por un segundito.

Pero había que verla cómo se ponía la mujer esta, porque el mundo se acababa hermano, se empezaba a derrumbar desde el Nevado del Ruiz hasta el cerro de Monserrate, el sol se caía y más de un sindicalista salía a exigirle al presidente de la república que hiciera algo, viejo hijueputa, porque ella no podía seguir así, no joda gran idiota, porque ella no se lo merece, manito, ella no tiene que sufrir por nada porque es por ella por la que se debe sufrir. Quiero decir que es uno el que sufre por ella, no al revés... y eso lo tienen que saber todos los hombres del mundo carajo.

Además había que verla también cuando se ponía feliz o contenta... Uy hermano, eso era para alquilar balcón o para comprarlo de una el balcón, porque entonces ella empezaba a sonreír y el mundo empezaba a parecer otra cosa, una cosa totalmente diferente, un paraíso, o mejor, un cielo, una cosa impresionante, quiero decir. Ella sonreía y el sol se ponía rojo de la vergüenza y no sabía dónde meterse el pobre solcito, mano. Y la luna, uy había que ver a la pelota esa de la luna, ¡ja! cuando salía se ponía pálida y empezaba a correr para taparse con las nubes no fuera que esa mujer la viera y se le burlara. Pobrecita la luna esa.

Entonces reía y se ponía a cantar. No, la luna no, no sea tan marica; ella se ponía a cantar. A veces, con esa voz suya de ella, hermano, que no sé si era bonita o fea o afinada o no, pero uy si cantaba esta mujer, tra-la-la-la-la, cantaba. Y cantaba cosas hermosísimas. Y si no cantaba pues no importaba porque entonces hablaba y su voz invadía cada esquina, cada rincón de la ciudad, del barrio, de la cuadra, de la casa, de la habitación, de la cama, de la cabeza, de la boca, de los dientes, de los dientes suyos que del color de la pálida avergonzada lo dejaban a uno embobado, como Berenice a su pobre primito. Berenice marica, la vieja esa del cuento que le dije que había leído en el libraco ese rojo de allá. No sea pendejo, qué le voy a contar ni mierda más de eso, luego le presto para sacarlo de la duda, así me va a entender.

Bueno, déjeme acabar de contarle lo de la niña esta. Había que verla cuando, contenta, se limitaba a guardar silencio. Uy, hermano, si usted la hubiera visto, carajo, se habría vuelto loco, porque de repente su cara se quedaba ahí, quieta, desparramando tanto silencio en el mundo que hasta el sol y las estrellas se asomaban al tiempo para ver qué carajos había pasado. Yo me asustaba viejo, me asustaba porque me decía que ella iba a explotar y me iba a mandar al carajo, entonces trataba de romper el silencio y le decía cualquier cosa (¿en qué piensas?), cualquier barbaridad (¿te quiero mucho?), cualquier piropo (¿estás muy linda?) y si no era ella pues el mundo, los demás me mandaban para el carajo, que me callara, decían, que se calle este idiota o es que qué se cree el muy imbécil... Será que cree que tiene derecho a metérsele en la vida a la mujer esta, man tan sapo, decían.

Uy, había que verla entonces y morderse los codos porque no se podía hacer nada más hermano. Sólo mirarla y esperar a que ella rompiera el silencio, que seguro lo dejaba y empezaba a contar sus historias bonitas o tristes dependiendo del ánimo, el día y el clima.

Pero como tiene que suceder con todas las mariposas, hermano, ella se fue viejo, se largó y dejó tanto silencio que la ciudad ya no fue la misma, ya no servía para ni mierda esta puta ciudad. El sol salió cuando se le dio la gana y la luna, luna de mierda, miraba las calles oscuras con la arrogancia dictadora de su invariable triunfo sobre la libertad de esta mujer que se nos fue.

Dicen que se había ido para el occidente, al otro lado de la cordillera. A mi se me daba lo mismo que se hubiera ido para la casa de la otra cuadra o para el fin del mundo o para la cochina quinta avenida de nueva york o para la muralla china o para el salto el ángel o para rosario o para teotihuacán… a mí se me daba lo mismo, porque ella, bien o mal, se fue con un man, hermano, se fue con un tipo y nos jodió hermano, nos jodió, porque sí, uno sabe, uno está seguro, de que ella, tan linda, va a encontrar a alguien que le guste, digámoslo así, y entonces se va a sentir bien dejándose querer y, por qué no, queriéndolo.

Pero una cosa es saberlo, entenderlo, incluso aceptarlo, pero otra muy diferente es vivirlo hermano. Uy la mierda que se volvió todo por estos lados. La vida ya no valía un sincero peso, ni un centavo… No valía ni una cagada de paloma porque sí, uno seguía caminando y respirando y todas esas vainas, pero qué iba a hacer carajo, si por dentro me estaba muriendo.

Mas eso es otra historia que no voy a contar acá porque yo le estoy hablando es de ella, no de mí, y pues ganas no me faltan de contarle al mundo lo mucho que la quiero, hermano, pero qué saco yo con eso… apenas me oiga la Caperuza pues me va a mandar para el carajo y me va a decir que soy un idiota, una güeva, una cagada de paloma. Sí, la Caperuza, marica, es que no se acuerda este man de la niña esta…Caperuza, dejémoslo así, es una amiga mía que me quiere matar y a la que quiero matar yo también y que nos queremos mucho.

En fin, ella se fue de la ciudad y había que ver hermano el frío que bajo hasta las calles. Uy no, si hasta las palomas se empezaron a morir y más de una luz de navidad se reventó por el hielo que la aplastó. Conocí a alguien que me dijo que esto se iba a acabar muy pronto y que quizás las cosas no pasarían de navidad. Las salas de cine le prohibieron la entrada a los que no fueran acompañados y en más de una reunión familiar se hizo una oración por el alma de los que no se habían acabado de morir y la de los que no sabían ni aprenderían nunca, quien sabe, a olvidar.

Había que ver todo eso y había que ver lo feliz que ella estaba, allá en su nueva felicidad de a mentiritas, hermano. Uy si habrá estado feliz ella con su contento al lado y sus nuevas historias bonitas en construcción.

Claro, había quererla cuando se ponía triste por allá tan lejos y no había nadie para consolarla. Dicen que se escondía o la escondían para que nadie la viera, pero eso se le daba lo mismo a ella, porque estaba triste hermano… yo no sé, yo no estuve ahí ni me acerqué pero estoy seguro, se lo juraría por mi vida, por mi muerte si se quiere se lo juro, que la carita se le puso blanca y las lágrimas querían asomarse hermano. Estoy seguro que ella empezó a hablar en voz muy baja, digamos que para sí mismo, y habrá empezado a recorrer de nuevo, en su cabeza, en su silencio, los pasos que la habían llevado durante las últimas semanas hasta allí.

Recordó, por ejemplo, el día en que conoció a su contento de al lado, el día en que se dio cuenta de que tal vez lo quería, que de pronto lo necesitaba. De pronto se acordó del día en que me mandó para el carajo, el día en que se dio cuenta de que no podía hacer lo que estaba haciendo pero lo siguió haciendo… Seguro que se acordó de mí, seguro hermano, se acordó y le hice falta.

Había que ver cómo me puse cuando me dijo que había querido hablar conmigo ya desde esos días. Uy hermano, parecía un loco, más contento que el contento de ella, bueno, de pronto no tanto, de pronto no me cabe acá la comparación. Pero hermano, el punto es que ella me hizo sentir como dios y como el diablo cuando me dijo que había querido hablar conmigo desde ese entonces o desde antes, qué sé yo. Al fin de cuentas eso no importa.

El caso es que ese viaje le hizo un bien muy grande, pero a la vez le hizo un daño igual. Y había que verla hermano cuando la volví a advertir su presencia en este mundo circundante, con esa carita suya tan hermosa o más que siempre, pero con una tristeza tan grande en el corazón, en la voz, en esa vocecita suya… Yo me quería matar ahí mismo, yo hubiera podido morirme lo había hecho hermano.

Ella no se merece eso, para nada, ella es mucho mano, ella es todo y no podía creer yo, en mi desenfrenada idolatría, que un hombre, sea cualquiera su nombre, la hiciera sufrir. Yo casi salto del balcón ahí mismo, pero no lo hice porque… no sé porqué no lo hice hermano, tal vez porque ella es para mí tanto que sabía que si me moría la iba a necesitar en el otro mundo o si no qué, pues me acababa de joder y así para qué putas morirse uno.

Cuando la veo le digo que es una mariposa naranja y ella sonríe y no me cree cuando le digo que cuando se sonríe el sol se pone colorado de la pena y no sabe dónde meterse. Lo que pensará el sol cuando ella dice que no cree tanto, el pobre solcito se ha de sentir como una güeva, como una cagada de paloma.

Lo que quiero decir es que ella no sabe que el mundo la necesita, la quiere tanto, hermano. Ella no cree que el mundo está a sus pies y que no es sino que ella chasquee sus dedos y hágase la luz marica, de verdad, no se ría, no sea pendejo. Que no es chistoso, no es chistoso, hermano.

Hay que verla cuando ella me empieza a decir que no sabe cómo debe estar ni cómo puede sentirse. Yo le digo que esto, que aquello, que todo va a estar bien, que no se afane, que de todas formas todo está en sus manos… Ella como que me cree pero luego recapacita y pareciera pensar que cómo me va a creer, no sea tan güevón, si yo ando más jodido que el putas, hermano.

Entonces me dice que además de todo pasa esto o lo otro y que yo que ah bueno, que fresca que ya vemos qué se le hace y por lo menos por un segundo, el segundo más corto y delicioso y fantástico del mundo ella me cree y me da las gracias y, a veces, hasta me dice que tan lindo, que tan bello, que tan bobo, que madure, que gracias de nuevo. Tan güevón.

Hay que verla, hermano, porque a veces le dan las ganas de llorar y llora mano, llora y yo no sé dónde meterme, qué hacer, si calentar agua, si hacerle un té, si saltar del balcón, si esconder el sol, si apagar la luna, si romper las estrellas, si hablar, si quedarme callado…

Y para no llorar ella empieza a pestañear y, ay del mundo hermano, ay del mundo, porque dicen que el aleteo de una mariposa en titiribí o en donde sea puede producir un huracán en kabul o en tacuarembó, al otro lado del mundo o qué sé yo… Que ya lo había dicho, sí, pero es que es impresionante, hermano, hay que ver cómo se pone todo cuando ella pestañea así.

El huracán era acá mismo viejo y esto se ponía como para vender el balcón. Todo, todos corriendo para hacer algo, para evitar lo inminente y ella, resignada, resignándonos, se dejaba caer y llora.

Otras veces, en cambio, ella pestañea, tranquila, sin más preocupaciones que respirar tranquila, y hay que verla hermano. Carajo, si el mundo es otra cosa, otra cosa totalmente diferente, porque el sol, el pobre solcito, es poco más que un estúpido falto de atención. En serio… ¿cómo es que dice la canción? Eso de que las sonrisas mías tienen que ver con la brisa abanicada por su miradita… y es eso, que ella lo sabe y yo lo sé y lo sabe todo el mundo…

Bueno, la historia va en que ella ha vuelto a la ciudad y el frío que bajó a las calles sigue ahí espantando locos cada vez que los ve con ganas de llorar, el sol va empezando a sonrojarse de nuevo cada vez que sabe que ella está en la calle. El contento que iba hace unas semanas junto a ella pues de cierta forma sigue allí, a su lado,
pero ella no parece muy contenta. La luna, ah la pobre lunita, pues todavía no se atreve a salir del todo y sigue entre menguante y creciente… Ye se le pasará a la luna.

Hay que verla a la mujer esta hermano, porque dice que no sabe qué hacer y yo trato de decirle que eso no importa, que ya todo mejorará.

Yo, enamorado como siempre, le digo que extienda sus alas de mariposa fénix anaranjada y se permita ser libre, con su contento al lado o sin él, que no importa que esté sin mí, pero que sea feliz, libre, contenta, mariposa; sólo que sea lo que es porque es eso lo que necesita ella misma y el mundo, el mundo ya se encargará de aprender a vivir sin ella.

Hermano, ella es todo y es nada, porque cuando está uno como que salta de la dicha, como que se deja llevar por sus ojos y sus y uno como que se enamora… pero como decía, a la vez es la nada, porque uno sabe que no puede acercarse demasiado, que saltar es algo imposible y que los límites están marcados y que no se puede uno pasar de la línea que está entre ella y yo, es decir… bueno, ya se entiende.

Había que verla hermano cuando esta mañana me llamó para contarme que estaba contenta (o estaba triste?) y cómo me puse yo, también había que verme hermano. Quedamos de vernos por acá a eso de las 4 ó 5 de la tarde (o de la mañana?) y ya debe estar por llegar.

Voy a cerrar el cuaderno hermano, no sea que llegue y me vea escribiendo y me pregunte que qué escribo y yo no sepa dónde esconderme ni qué decirle.

Parece que ya está llegando… ¿Qué cómo lo sé? Pues vea nomás el cielo cómo se puso, todo anaranjado allá en el horizonte… Debe ser la luz del sol reflejada en sus alas, debe ser el sol mismo que se sonrojó, debe ser la luna sangrando de la rabia. Debe ser que ya está por llegar la mujer esta. Voy a cerrar el cuaderno y vamos a decir que ya acabamos de contar lo que quería contar, aunque nunca voy a terminar nunca de contar nada hermano, porque cada día va a ser necesario llamarla y decirle que el sol se pone colorado de los celos, que las estrellas me mandaron para el carajo por hablarles sólo de ella, que la luna me clavó uno de sus cachos menguantes en el ojo derecho, que sus alas de mariposa parecen de fénix, que ella es lo más importante del mundo, que siempre estaré a su lado y que me muero del rencor de saber que alguien se ha ganado el espacio de su corazón que yo quisiera tener… Ah, esta mujer, esta mariposa ya no pudo joderme la vida pero me condenó a verla todos los días y a ser el hombre más feliz (infeliz?) del mundo a su lado… o lejos de ella que a la larga es lo mismo.

Voy a cerrar el cuaderno antes de que llegue, que si llega, hay que verla, hay que ver cómo es de linda y hay que escuchar cada palabra que me dice porque cada una, cada letra es tan importante como la anterior y la que sigue… Es que ella, hermano, ella es mucho, ella es lo más importante…

Había que verla ¡No le digo¡ había que verla.

martes, 11 de mayo de 2010

Abismo

"A lo mejor no he debido estarme tanto tiempo en la casa de Angelita, porque cuando salí todo estaba vacío"

Andrés Caicedo

"Se suicidaba segundo a segundo pensando que la vida era volar junto a una mujer que fuma. Se suicidaba pero no se moría, porque el mundo era un abismo, una rosa, un perro y una mujer. Se suicidaba, pero al otro día salía temprano a trabajar"

Después de todo el mundo es un lugar totalmente diferente a lo que creí que era. En la esquina no había ninguna mujer fumando ni ofreciendo al mejor postor su amor incondicional. A media cuadra no hay ninguna tienda en la que comprar la cerveza, la droga o el alimento que satisfaga las necesidades básicas de un cuerpo cansado de caminar y de sentir el dolor incurable de la soledad. Las ventanas nunca estuvieron abiertas y, a pesar de lo que pueda decir mucha gente, el cielo nunca ha sido azul.

El perro que ladraba todas las noches y que no dejaba dormir a los vecinos desapareció de la faz del planeta si es que acaso en verdad ladró alguna noche. El vigilante que pasa en vela cada noche de su existencia en espera de que ningún intruso invada su letargo no ha dado pistas de vida y nadie sabe ni cree haber sabido de él. La familia se convirtió en algo menos que un sueño y cada noche de viernes, sábado, domingo y lunes se hizo un poco más violenta que las del resto de la semana. Un asesino quiso matarme pero al buscar en mi casa no me encontró. El Jíbaro vendió todo antes de que yo lo alcanzara y las puertas de todo el barrio quedaron cerradas con doble candado para evitar la irrupción de mi parte o de alguien más que pudiera estar buscándome. Quién sabe.

Las princesas se escondieron en sus palacios luego de ser rescatadas o encadenadas por sus respectivos príncipes imaginarios o no. Julieta invadió mi nostalgia y se perdió, noche a noche, detrás de la melancolía que manaba de mi llanto. Los poemas desaparecieron y las llamas consumieron al poeta que los escribió. Las canciones fueron sólo caprichos comerciales que se dejaron vender y la historia universal se acabó hace cerca de dos siglos borrando de un ventarrón años, décadas de creaciones y experiencias memorables para la humanidad.

El cantor apagó el trueno de su voz por no haber nadie a quien halagar con sus melodías. Bogotá fue poco más que una ciudad llena de gente, soledades, orines, policías, borrachos y más gente. Las palabras de amor ahora acusaban y una cerveza buscaba desinhibir un beso en los labios que hace años no se encontraban en el horizonte. El perfume del caballero de la noche se ahogó entre los aromas de perros, gamines y ebrios que deambulan por la madrugada como buscando un refugio para tanto mareo, frío y abismo.

¿¡ABISMO!? La calle de siempre, inundada de aromas, de gente, de princesas, se llenó de abismo, se volvió abismo y ya nada pudo hacer que las cosas cambiaran. Apenas atravesé la puerta, y tras de mí la sombra mía, el mundo volvió a ser lo que nunca había sido y yo nunca había entendido, y a pesar de la lluvia y de la primavera y de las fiestas de año nuevo, de cumpleaños sin amigos, de navidades sin dios, de tanta gente, de tantas compañías anónimas pasando de largo por mi lado, de tanta bulla, de tantos gritos eufóricos, de tanta histeria incontrolada, de tanto llanto contenido, de tantas noches con y sin luna y estrellas, de tanto mundo por descubrir, ese, el mundo, es otra cosa, es un desierto sin nada ni nadie, es un desierto sin sol ni frío, es un desierto, es un abismo. Es otra cosa.

Después de todo el mundo no es lo que yo había inventado y me había creído, no. Es otra cosa, otra porquería en la que cada quien puede cagarse la suerte de quien quiera con tan solo un poco de tino y paciencia. Al fin y al cabo la soledad es lo único que, si bien te caga la vida, te permite sentirte por un solo minuto independiente, libre...

El mundo es otra cosa. Cuando empecé a caer la ropa se tatuó en mi cuerpo pesado. Las palomas y otros bichos me miraban como tratando de entender cómo un hombre podía estar invadiendo ese espacio reservado para las criaturas mágicas que se permiten volar, como ellas mismas o como las gaviotas o como las mujeres que mueren o como los hombres que aman sin ser correspondidos. Con mi mirada les informo que tengo tanto derecho o más a estar allí que ellas, y al entenderlo remontan su altura y se van buscando en el cielo el azul que yo ya no veo; no puedo ver.

El suelo es cada vez más cercano y se hace segundo a segundo inminente el impacto. Cierro los ojos pero veo cómo el aire trata de pasar de manera desesperada por el centro de mi cuerpo y escapa por entre mis brazos, mis piernas, mis manos, mis dedos, mis cabellos o se mete en mi nariz, mi boca, invade mis pulmones, mi sangre, me oxigena, me enfría, me transforma en aire mismo, me pasa por encima como un baño de agua, de aire frío, se inyecta por cada poro de mi piel, seca mis ojos antes llenos de llanto, limpia mi nariz de tantas impurezas que aun se conservan allí. Me hace uno con él y por un segundo, tal vez segundo y medio, soy aire y nadie ni nada pueden percatarse de que respiran y me les meto por entre la nariz para ser ellos y ser de ellos.

Por ejemplo, ella, Julieta quiero decir, que está a unos pocos centenares de millones de kilómetros y se deja ver desde mi altura decreciente, respira despacio, calmada, mareada tal vez por tanto humo, y me deja meterme en su nariz, en su cuerpo y bebe del aire el rocío, que soy yo mismo, y sin saberlo me permite seguir siendo, al menos por un pequeño instante, parte de su vida.

También está el gamín, el ñero, el indigente, que parte un pan duro y viejo y se lo comparte a su perro. Las palomas y los demás bichos lo miran y algún ave se acerca a atragantarse de los pequeños trozos harinosos de pan que caen al suelo. Ya no me ven, pero sigo invadiéndolos y entiendo lo que es ser paloma y vagar por los aires y correr presuroso antes de que un pie ciego amenace con aplastarme como también lo podría hacer una rueda de carro o un trozo de piedra que cae del espacio. También puedo volar, remontar la altura y caer en el silencio del parque, de la plaza a eso de las dos de la mañana, cuando un soldado vigila las estatuas con el mismo celo con el que un french poodle cuida una casa en el norte de la ciudad. Soy paloma y desde mi altura veo cómo desconocidos arrojan maíz para llamar mi atención, otros toman fotografías instantáneas y unos más se sienten dios al ser rodeados por un fenomenal manto alegre de palomas asustadas.

También me permito el don de la indigencia y entiendo que el perro es el mejor amigo del hombre, o por lo menos el más agradecido. Empiezo a padecer el dolor en mi vientre a falta de más pan o tal vez una sopa de sobras o lo que sea. Mi nariz está cada vez más destruida por el frío y otras sustancias de la calle. La piel golpeada por los rayos de sol y las gotas de lluvia se ha manchado y la suciedad del polvo y el humo han teñido de negro y rojo las arrugas que se dibujan en mi rostro. Comprendo mi historia y tal vez también aquí existió alguna mujer que dejó de ser princesa. Tal vez el perro me busca sólo porque quiere pan. Tal vez ya no quiero ser lo que soy pero tampoco quiero morirme. Tal vez al promediar la tarde, la noche quizás, intente robar en la avenida y de pronto, con un poco de suerte, un policía se atreva a acusarme y a detenerme. Tal vez, si eso sucede, esta noche la pasaré bajo un techó más alto que una caja de cartón y el lecho será diferente al césped de periódico de cada noche en cada parque.

Y soy aire y me permito soñar nuevas historias, como la de Lenita que se murió por un abrazo mío o la de María, mi María, que se me murió en las manos, o la de Mi Ella, que se perdió en un bosque durante la tarde de cualquier agosto, o la de Caperucita que cada día siente que no quiere despertar, o la de Juana que se cansó de ser hombre años después de nunca haberlo sido.

También me permito escribir en el humo del aire las historias que nadie, ni siquiera las palomas, puede leer. Escribo, por ejemplo, que brindo por la ausencia de mi niña Julieta, porque se va y porque quiero que sea feliz y que esté tranquila y que brindo porque ya no quiero estar mal, porque quiero que mi vida y la de ella tenga de nuevo vida, que brindo por ella, porque no regresará y porque sin embargo la espero.

O escribir también que la noche está de día porque te he conocido y que si bien ya no estás sigo viviendo a tu sombra, y que de pronto una tarde me necesites y me vas a buscar y ya no me vas a encontrar no porque no quiera estar sino porque una mañana en medio de gamines y perros y soldados y palomas y nubes moradas y fotografías instantáneas me caí desde muy arriba y ya no supe ni dónde estaba ni para dónde debía ir. Sí, escribir eso o de pronto escribir, que te fuiste o me fui y ya no sabemos para donde nos hemos ido, porque si no lo escribo lo grito y si lo grito me van a mirar los soldados y los fotógrafos y las palomas como si estuviera loco o como si fuera a matar a un presidente o qué sé yo. Y si me encierran sí me voy a volver loco y seguro que me llevan a otro lado y allá no sé de qué sea capaz porque de pronto. Ahí sí, soy capaz de acabar con todo y el mundo entero sabrá de mí.

Exagero. Si no lo escribo me lo callo, no grito porque me da pena con las palomas y los perros que se van a molestar, digo yo.

La historia va en que una noche cualquiera Julieta me dijo que buena suerte y que ya no te quiero ver más; y yo, como siempre llorando, le dije que bueno, que la quería mucho y que no entendía y la dejé irse. Después de todo ya no la podía detener porque sería como si el aire del abismo me detuviera.

El lío es, señores y señoras, que durante mucho tiempo el mundo para mí siempre fue Julieta y sus ojos eran las ventanas por las que yo me atrevía a mirar al mundo y, tal vez, a saltar al vacío. Que sus labios eran los dueños de la palabra última. Que sus pies indicaban el camino que debía recorrer y mis zapatos buscaban encajarse en sus leves huellas sobre el pavimento. Ese es el problema, porque bien podría yo como paloma o bicho o lo que sea retomar el aire y detener mi caída, para reconstruir el mundo, pero este mundo es un desierto o un abismo sin desierto... un abismo.

El meollo es que, como dicen, yo no debí haberme pasado tanto tiempo en casa de Julieta, porque cuando me sacó el mundo era otra cosa, era un abismo y yo me dejé caer en ese hueco. ¡Bah!, que se joda el mundo, que yo me caigo hasta que me caiga, es decir... mejor sigo siendo aire, paloma y bicho, indigente, perro, soldado... mejor sigo escribiendo en las nubes moradas, de pronto alguna paloma en un sanatorio la lea y venga a volar y a comer pan conmigo. Si no, no importa, después de todo el mundo seguirá siendo la misma porquería. Así Lenita regrese o Mi Ella aparezca o María resucite o qué sé yo.

Lo único que espero, sinceramente, es que de vez en cuando, así sea respirando suavemente, Julieta me permita ser parte de su vida, aunque no lo sepa, aunque no sea una princesa, aunque no escuche las canciones que le canto, aunque su príncipe villano la encierre en su palacio, aunque me caiga, que si me caigo seguro que vendrá a visitarme. Porque aún estando ella el mundo es un desierto, pero sin ella el mundo es un solo abismo, puro abismo. ¡¡¡ABISMO!!!

Mientras tanto inventaré a la mujer que fuma y que vende al mejor postor su amor incondicional. Tal vez con ella a mi lado el abismo no sea más que un perro comiendo pan duro, rodeado de palomas y aire y orines y soldados y estatuas y jíbaros y princesas muertas. Una mujer que fuma, sí, que fuma, me mira y que se deja caer en mis brazos y en silencio, leyendo en las nubes moradas mis gritos, compartirá el abismo conmigo. Juntos entonces, en vida, seremos, volando, un solo suicidio.

viernes, 16 de abril de 2010

No me pidas perdón

La última vez que te vi sonaba en tus labios el tarareo de la misma canción de siempre y a la altura de tu frente un colibrí empezaba a zumbar las palabras que en años había sido incapaz de pronunciarte desde mi morada de ojos azules y llanto gris.

Caminabas (¿corrías?), y el viento se empeñaba en sostener en el aire la extensión perfumada de tu cabello negro, que espantaba con su olor a fríos jazmines el calor del ocaso veraniego y la impaciencia de la insoportable tarde bogotana.

Apenas si me viste y pasaste por mi lado, con tu cabello, tu perfume, tus labios y tu colibrí, y arrollaste con tu paso fugaz mi existencia, que ya no fue la misma y que ya no volvería a verte aparecer por los linderos de esta ciudad que ya no te pertenece ni te necesita ni te hace falta tampoco.

Giré, y el aroma perfumado de tus pasos se quedó impregnado en tus recuerdos y me acompañó por siempre hasta estos, los últimos días de mi vida en esta ciudad que ya no me necesita a mí tampoco.

Por eso me voy, porque ya no soy útil para estos ocasos naranja y lila que justo a las 5:47 de la tarde invade las siluetas de los cerros y que dibuja un paisaje que ya no veré nunca más, como nunca te volví a mirar a ti. Por eso escribo, por la nostalgia que me provoca el saber que ya nunca más te vi, que esa tarde fue la primera y última vez que apareciste por estos caminos de asfalto y humo negro y que esta, mi ciudad, dejó de ser mía desde el día en que tus aromas y tus labios reemplazaron el rocío que emanaba de los cerros minutos después de aparecer el amanecer sabanero.

Y también el orange ocaso, el sunset naranja de la otrora Santa Fe, de la otrora Santa Fe de Bogotá, de mi siempre definitiva y preferida Bogotá, la natal, la rutinaria, la mía Bogotá. Fueron, fuiste tú.

Voy detrás de ti, aunque no sé a ciencia cierta hacia dónde ni si acaso existes aún después de tantos años de haberte esfumado a la vuelta de la esquina gris y pesada de aire de tarde bogotana. Voy detrás de algo que nunca conocí pero que se quedó conmigo a pesar del hostil paso de los años,; algo que me hizo olvidar el nombre de mis hijos, de mi esposa, de mi libro favorito, de la calle en la que tengo que tomar el bus, del valor del pan del desayuno de mañana, de los versos de mi poema favorito, ese que hablaba de una amiga eterna que además de dejarse querer debía soportarme; tiempo que me hizo olvidarme incluso de la medicina para los lumbagos, pero que no me hizo olvidar tu aroma ni tu nombre, aquel que nunca pronunciaste ni supe nunca.

Voy detrás de ti, porque ante la inminencia de los hechos, debo partir y buscar refugio en lo único que sé que podría cobijarme y hacerme olvidar de estos ocasos y de estas tardes y de estos rocíos y de estas muertes de a peso y de esos poemas dedicados y de esos besos esquivos y de esos recuerdos olvidados.

La maleta está lista, así mismo mi cuerpo, que he vestido a la altura de las circunstancias y que parece resignado a desacostumbrarse a un ambiente que fue el único que conoció, soportó y, sí, quiso.

Los pasos los he contado en mi memoria esquiva y sé por cuál camino andar y por cuáles senderos atajar la distancia. También sé en qué parajes puedo descansar y he imaginado en mis noches de insomnio cómo se ve desde afuera la casita en la que pasaré los últimos años esperando que te dejes encontrar.

Tendrá una lámpara vigilando la entrada, espantando la noche para que su oscuridad no entre a importunarme. También una vieja puerta de madera pegada a la pared con viejos, oxidados y tenaces tornillos y puntillas y otros trozos de metal, aferrándose a su suerte como yo al recuerdo que olvidó en mí otra ella, otra ella.; de tu mirada, que se me fue una noche, definitivamente, un 19 de noviembre, cuando por fin fue capaz de matar la ilusión y yo fui capaz de empezar, seriamente, en matarme. Eso es otra, otra historia.

Dos ventanas por las que la luz entrará de día y saldrá de noche. Un caballero de la noche plantado al extremo izquierdo que, alumbrado por la lámpara vigía, espantará el aroma de tu recuerdo por unos minutos, los mismos en que recordaré el arco iris verdoso del colibrí que zumbaba en tu frente, susurrando a gritos que alguien te miraba y tú, siempre incompasiva, no le prestaste atención y seguiste con tu paso, pausado y fugaz.

Y allí, encerrado, pasaré las mañanas paseando de lado a lado, por los pasillos y las habitaciones de mi casa nueva, acabada por sus años y revivida por los últimos míos: Un par de mesones con las marcas del polvo recién espantado, varias torres de libros que leí siendo joven y que siéndolo aun empecé a olvidar; grifos oxidados manando chorros de agua en poco turbios y un baño con sus azulejos, algunos rotos por la humedad y el abandono. Habrá, también, una pequeña sala con un sofá y un par de sillas con olor a muchos años. Una nevera alimentándose de mi hambre. Una caja de música alimentando mi silencio.

En las tardes, a eso de las dos, saldré a espiar el mundo, buscando a la vuelta de las esquinas una pista que me recuerde a la ciudad que abandoné. Buscando en el paso acelerado y pausado de las mujeres el testimonio, alguna pista que me demuestre que no fuiste un espejismo.

También caminaré recordando los tiempos en que podía optar por el bus, el taxi o a los pasos marcados por el afán de mis pies, saludables al contacto de su desnudez con el frío del suelo, el pasto o la alfombra.

En una silla, encerrado, frente a la ventana, esperaré tras la cortina transparente, aspirando el olor del caballero de la noche, a que un colibrí me anuncie tu llegada y un ventarrón me anuncie tu nueva partida. Esperaré que te dejes encontrar en los últimos minutos de mi vida para adueñarte de los últimos cuartos vacíos de mi memoria.

Y entonces te irás, paso a paso, con la desnudez de las plantas de tus pies y la frescura del caballero de la noche te irás. De nuevo; llevando con tu aroma al colibrí y a tus labios, intactos y diferentes, envejecidos por el tiempo, que no fue inmune a mis recuerdos ni a los años de ausencia de tu cuerpo.

De nuevo te irás condenándote a mi recuerdo y condenándome, de paso, a tu olvido y a tu ausencia, así como esa tarde en que me jodiste la vida y me encerraste en la cárcel de las horas sin ti, sin saber de ti, sin saber qué ni quién carajos eres tú, ni para qué viniste, ni para qué o a dónde te fuiste.

Pero no me pidas perdón, no me digas nada, no calles ni guardes en tu ausencia el rencor de haberme olvidado o de no haberme visto siquiera. No me pidas perdón y vete, para seguirte buscando, para seguir pidiendo al tiempo más tiempo, a la vida más vida y a la memoria más memoria para poder seguirte buscando, seguirte encontrando, seguirte recordando y empezar a olvidarte.

Para no llevarte conmigo a la tumba, para que el mundo sepa de ti y de mí y para que tu recuerdo sea el olvido de mi memoria, la misma que me hizo olvidar el nombre de mis hijos y de mi esposa y que me impide mirarlos a los ojos ahora que cruzo el umbral de la puerta.

Ahora me encamino hacia ti, sin mirar atrás, sin decir adiós, sin decir nada. Empiezo a rememorar tu aroma y el color de tu cabello negro y el arco iris verdoso del colibrí zumbante.

No me digas la verdad, no mientas, no digas bienvenido. No me pidas perdón y déjame, por enésima vez en la vida, recordarte, buscarte, encontrarte y perderte.

viernes, 2 de abril de 2010

Deus Writer

Un hombre va a la casa de la mujer que ama y golpea, toco toco toc, en espera de que ella, con sus cabellos tan negros como la noche y sus labios tan frescos como un oasis, le reciba con una sonrisa de sorpresa y amor en el rostro. Ella, por supuesto, no abre, pero se oyen pasos en el interior de la casa; pasos acelerados. Sonidos secos pero fuertes hacen retumbar las paredes. Sigue la puerta cerrada, toco toco toc. Los sonidos, cada vez más repetitivos dos responden.

Una mujer pasa una tarde cualquiera abrazada a un hombre, un hombre, digamos, blanco o mestizo. En la cama, abrazados, vencidos por unos bostezos, observan la televisión. En otra habitación el silencio los escucha. De pronto, sin que nadie lo sospechara, la puerta grita acerca de la presencia de alguien frente a ella. Pam pam pam. Presurosos corren, esconden, saltan, visten, cubren, apagan, tienden. No quieren abrir, pam pam pam.

Una mujer, quiero decir otra mujer, mira desde la ventana las calles frente a su casa: Pasan raudos los autos en vías de un destino anónimo; ciclistas buscando direcciones en las placas verdes de los portales de las viviendas; adolescentes vestidas de uniforme con sus cortísimas faldas riendo o llorando; un par de perros machos cortejando a una hembra. Un hombre, justo frente a la mirada furtiva de la fémina se detiene frente a la casa de los vecinos y toca, tic tic tic. Su mirada, la de ella, se alza un poco y observa en el segundo piso a la vecina, sorpresivamente acompañada, un poco asustada, escondiendo, tapando, apagando. El hombre de afuera se desespera o parece hacerlo, tic tic tic.

Un perro café husmea con su nariz las partes sexuales de su propio cuerpo mientras otro de su género y especie hace lo propio pero bajo el rabo de una hermosa y mugrosa hembra blanca sucia. Un poco de desespero se nota en el andar de la dama canina, mas sin embargo su cuerpo está lejos de empezar a correr. Un sonido, tan tan tan, llama la atención de quien se lame los genitales y aunque la figura no es muy conocida, se limita a mirar sin emitir siquiera un ladrido. Su compañero se ha adelantado y la dama canina lo resiste sobre su espalda sucia y maloliente. Tan tan tan.

El vuelo 452 hacia París pasa sobre la ciudad dejando atrás el insoportable sonido de sus turbinas tratando de romper la barrera del sonido. Por supuesto, como es bien sabido, no lo harán, no pueden hacerlo. Las calles retumban por el ruido. Sin embargo, abajo, en la tierra, se logra escuchar, tac tac tac, un hombre golpea alguna puerta. La vibración de las turbinas agita un poco el suelo, algunos árboles, los vidrios de las ventanas y un par de autos que disparan sus alarmas. Tac tac tac.

Es la tercera vez que llama. Nadie abre, nadie responde. Un perro mira con gesto amenazador mientras una mujer arroja agua fría sobre otros dos caninos que intentan reproducir una vez más la especie. Los sonidos en el interior de la casa han desaparecido. Toco toco toc. Su mano lanza una pequeña roca, minúscula, hacia la ventana de arriba. Toc. Nadie responde, nadie abre. Adiós.

El pobre hombre, frente a su casa, mantiene cierta preocupación en el rostro. La vecina quisiera abrirle su puerta y dejarlo entrar. Ella también necesita compañía. Ella tampoco la tiene. Su atención, la de ella, se dirige ahora hacia unos perros callejeros. Corre, llena de agua un balde, sale a la ventana de arriba y arroja, con puntería certera, el líquido helado sobre los agitados y lujuriosos perros. Ladran, lloran. Se van corriendo. Tic tic tic. El hombre se va.

Su respiración es agitada. Pam pam pam. Tocan de nuevo al otro lado de la puerta. Un avión, la alarma de uno o dos carros se oye en la lejanía. Varios ladridos cortan el silencio de la calle de enfrente, inmediata, y opacan el ulular de los autos y el tremebundo paso de las turbinas. París nos deja. La ventana llama o alguien afuera lo hace. Uno o dos minutos después, el silencio. Agitada, aún, mira a su alrededor y sus ojos se detienen en los de él, quien también la mira. Es mejor no seguir adelante. Pram. La puerta de la calle se cierra. Su acompañante deja de serlo y se va para siempre. Ella, desconsolada y radiante, sube la escalera, tlac tlac tlac. Adiós.

Deus Writer, sentado en una cafetería cualquiera, escribe mientras el humo de un café oscuro y sin azúcar invade el ambiente. En su mano derecha la pluma, en la izquierda la bebida caliente. Sus ojos, por encima del marco de sus gafas observan detenidamente el paisaje solitario o mejor desolador que se teje a su alrededor. Una mujer escondida tras una cortina observa y desea a un hombre joven y atractivo que golpea en la puerta de la vecina de al frente; detrás de aquella puerta un él y una ella enfrentan la realidad y deciden dejarse el uno sin el otro para siempre. Un perro, por curioso, pierde la oportunidad de aparearse y mira, con resignación, cómo su amigo se agita sobre una bella y mugrosa dama canina.

Writer escribe velozmente sobre el papel amarillo tratando de plasmar en él antes de que desaparezcan las ideas que lo abordan. El humo del café empaña un poco los lentes de sus gafas. De pronto el cielo retumba y un avión corta el cenit. Deus Writer mira hacia arriba a través del pequeño ventanal que enmarca sus ojos, a través del inmenso ventanal que enmarca la cafetería. París nos deja. Una gota salada asoma en sus ojos.

Las ventanas se cierran a la calle. Los perros se van y el agua que antes mojó a un par de canes agitados se evapora y sube a los cielos. Una mujer cierra las cortinas y se derrumba sobre su nuevamente solitaria cama, llora. Otra dama se detiene tras su ventana y mira el paso de las horas, los carros, los ciclistas, los hombres. Un hombre, en alguna parte de la ciudad, se sienta a mirar el paso acelerado y delicioso de las mujeres, jóvenes o no tanto. Una libreta de hojas amarillas se cierra con impaciencia. En el horizonte un avión desaparece tras las montañas que rodean la ciudad. Otro hombre se acerca a una puerta, toco toco toc; nadie responde, nadie abre. El café se acabó, París nos deja. Adiós.

martes, 30 de marzo de 2010

Odio este momento del día

Me tomo una leve libertad. Quiero acostumbrar este espacio a sólo ser el reflejo de algo que sería muy pretensioso llamar "mi obra", pero que viene siendo más o menos eso: un conjunto de cuentos e historias que en algún momento de la vida, atropellado por una inspiración fantástica y por la presencia innegable de una musa, aunque esta fuese imaginaria, me dispuse a escribir y, más importante aún, a conservar y más tarde publicar o extender amable y temerosamente a algunas personas que quién sabe qué destino habrán podido darles.

Pero me motiva esta noche, sí, algo de inspiración que no logra enfocarse en una sola línea creativa y que deambula entre recortes, ideas, situaciones, páginas, recuerdos y, claro, una presencia que tarde o temprano –espero que sea lo segundo- tendré que dejar plasmado en un cuento que hace varias semanas empecé a escribir y parece no querer dejarse terminar.

Hoy, esta noche, la musa da paso al silencio. Poco a poco viene caminando hacia mí. Deja tirados en el suelo, como en un camino imaginario todas sus vestiduras: su cabello cae por allí ocultando en una maraña los detalles que han ganado mi atención, su sonrisa se apaga cayendo implacable y silenciosa sobre el piso, mientras que su mirada, sus carcajadas, su voz, sus ojos y cada uno de los detalles que han conformado su imagen se quedan atrás. Llega, entonces, hasta mí. Totalmente desnuda, despojada de sí misma. Y es, esta noche, en este momento del día, un solo silencio, un solo vacío.

Me rehúso a darle cabida esta noche. Sé que pestañeo y la veré. Sé que extiendo mi mano y sentiré el roce de la suya de la misma manera que conservando por un segundo mis ojos cerrados y, prestando atención, su voz rozará mis oídos. Hablará en voz baja, como siempre, y me dirá las palabras que quiero escuchar. Las que supongo que quiere decir. Y si camino, podré escuchar cómo junto a mí otros pasos, que no los míos, marcarán el inconfundible sonido de su marcha. Y llegaremos a destino y nos sentamos a hablar y ella, implacable, se mostrará tal cual es mientras mis ojos buscan en su silueta, en esa fotografía del mundo que dibuja frente a mí, las palabras necesarias para prender la luz en su rostro. Una luz que invita, que tienta, que requiere ser apagada.

Caminamos de nuevo, la plaza llena de gente. La calle que empieza a recibir las primeras gotas de una lluvia, la misma que parece seguir el guión perfecto de una historia que fue escrita semanas antes. Entonces soy libretista y ella es directora de esta realidad que nos rodea. Y mis manos, que no se acostumbraron a cargar sombrillas, se llenan con su luz hecha carne, sangre y sonrisas. Y apagamos la luz mientras el cielo sigue haciendo su parte. Y su torpeza –la de ella- se combina con la mía. Vuelan cristales, amenazan sonrisas, la calle es una sola algarabía y, sin embargo, sólo se escuchan nuestras voces.

Pero inevitablemente, algo, alguien, lo que sea, quien sea, arroja sobre el suelo una certeza, un golpe de vida y de cercanía, la inmediatez del mundo se hace presente en todas sus dimensiones. Abro los ojos y encaro la nueva certeza, arribo resignado a esta hora, a esta ausencia, a este vacío, a esta luz falsa que me alumbra desde la pared, a esta luz que se apagará con un simple clic, con tan solo estirar la mano.

Apago la luz entonces. Abro los ojos y encaro decidido: odio este momento del día.

jueves, 25 de marzo de 2010

Al fin y al cabo

Tenía que mirarla a los ojos para darme cuenta de que estaba allí, esperando a que con un abrazo la dejara en paz y me largara para mis carajos y mis mierdas. Pero no lo hacía, no reaccionaba, no la abrazaba ni era capaz de dejarla sola y sin mí… de dejarme solo y sin ella.

Caminábamos día a día, contando y anotando en la memoria los pasos para, en los momentos de ocio o desespero, recordar y tener palabras; poder armar algunas de las frases que nos alegrarían las tardes de lluvia.

Escampaba y salíamos desesperados a tragarnos por la boca, por los ojos, por cada poro y orificio de nuestro cuerpo el aire húmedo y casi virgen de la mañana, de la tarde, de la noche, de la madrugada.

Lo único que importaba era que estábamos ahí, padeciendo el mundo y el tiempo que nos tocó vivir, con nuestros problemas, que nos importaban sólo a nosotros mismos y que se convirtieron en la única razón, en el único cabo de atar en nuestras vidas.

Dejé, una noche, de mirar cómo sus ojos me decían que me fuera para el carajo o para la mierda o para el infierno… o que me decían que la abrazara, que la amara, que la matara, que me la llevara, que la dejara en paz en mis adentros…

Me fui, sin oír un solo grito ni una palabra que me dijera quédate. El silencio fue entonces nuestra compañía, y nos perdimos, me perdí. Se perdió para minutos, horas, días, semanas, meses, años, lustros, décadas, siglos después, seguirnos buscando, gritando en el vacío las palabras que pedirían el regreso.

Un regreso que nunca fue y nunca será, porque las despedidas, como la de ella, son para siempre. Las cartas escritas con sangre son la forma más rotunda y contundente de decir adiós, hasta nunca, te vi, te jodí, marica, güevón, comemierda, te jodí, adiós…

Yo no volví, entonces (y retomo la historia en su orden) porque encontré al dar la vuelta a la esquina un resumen de las cosas que deberían pasar por mi vida, que debieron haber pasado, y preferí aprovechar para vestir a mi soledad del tinte coloreado de azul y ceniza de una niña linda, de ojos verdes y de alma blanca, un poco turbia, pero mía; después de algunas horas, mía. Al fin y al cabo mía.

Pero fue algo pasajero. Fue un resumen que aprendí y que hoy puedo contar con pelos y señales, con puntos y comas, con paréntesis, citas textuales, notas aclaratorias, versos de poetas prestados y su banda sonora correspondiente.

Pero eso es otra historia, y otra historia es la que me trae a esto y la que estoy contando.

Después de resumir por algunos años quise volver, pero el camino se borró conforme yo me alejaba, así que fue una travesía inútil que no me llevó a ninguna parte. O sí, me llevó a un lugar que no conocía y que había cambiado tanto desde la última vez que lo inventé que ya no sé ni lo que estoy diciendo.

Así son las cosas en mi familia, confusas, perdidas en el horizonte de las sabanas mojadas por las goteras de diciembre y la fuga del lavamanos.

Ella se murió. Lo supe porque Señora Ella me entregó, patética y llorona, un sobre arrugado, sellado y rojo… manchado del rojo de las noticias de un adiós inesperado pero por el que estuve contando los minutos de los días de los meses de los años de los siglos que aun no terminan.

"Me voy, porque te fuiste y porque fui sólo un recuerdo que olvidaste cuando giraste en la esquina…" Algo así era que decían sus palabras y yo, por supuesto, me caí, me cagué del dolor y se me acabó de joder la vida, porque si volvía a buscarla pues lo lógico era que esperara encontrarla para abrazarla y comerme la mierda que me regalaba o que me negaba y para comerme el amor que me regalaba o que me negaba o para, con mis dedos, limpiarle las lagrimitas de niña que aniñaban -aún más- sus mejillitas grandes y colorás, como decía Ña Cinta.

"Así que se fue", dije por fin, mientras Señora me regalaba un besito para el consuelo, y un cafecito para la calma y un besito más para el olvido y un cafecito más para la noche…

"Sí, se fue", me dijo entre beso y tinto Señora y yo no entendía cómo carajos se fue si el que se había ido era yo y que cómo así que ahora se le dio por morirse sumercé si necesito que me diga si al fin sí se va conmigo para el carajo o si me voy solo y la espero o que qué hago…

Preguntas que se quedó sin responderme, pero que algún día…

Pregunté, sin embargo, que cuándo se había ido, pues para saber si iba muy lejos o si todavía no, si todavía la podía alcanzar o si de pronto podía hacerme el favor de decirle a Vivica que porqué se fue hace rato y no me dijo nada, ni un adiós, ni un te quiero ni nada de esas cosas… Y que le pregunté que cómo está todo por allá, y el niño… Que si es niña o si no fue, si es que acaso lo que decían por allá en el barrio que invita a volar, que nada de eso, que de niños nada, que de putas mucho…

Me dijeron que se había ido hacía unas horas y que podía visitarla en la salita de la casa, que allá, aunque estaba prohibido por las autoridades municipales, ella seguía recostada esperando la hora de cerrar las puertas.

Yo fui corriendo, porque en esos años sólo podía correr, las piernas se me habían cansado de caminar y me dolían las almas de las manos y los años de los pies, así que corrí… Usted me ha de entender, y si no pregunte que yo le explico mejor…

Y allá estaba, recostada, incómoda, pero descansando y dormida como si no fuera a despertarse nunca.

Y tan cerquitica de mí y tan lejísimos de mí que me espantó ver sus ojos cerraditos y sus labios sellados a más no poder, y una palidez en su cara que espantaba a las mismas almas del purgatorio o a dios mismo, o al diablo, o al perro del vecino… Estaba blanca, transparente, perdida.

Disimuladamente, con la puntita de los dedos, me acerqué a sus ojitos cerrados y busqué la mirada de abrazos y cosas de esas, pero no pude, porque alguien llegó gritando que era la hora…

-La hora de qué!!!!!! -pregunté.

-La hora de cerrar la puerta, pendejo.

-Jueputa -pensé decir. Pero Jesús, que observaba asustado desde su crucifijo de plata me acusó silencio con la mirada…

Cerraron las puertas, les echaron tierra y una canción sonó, una agüita aromática perfumó el ambiente y los besos y cafecitos de Señora midieron y dividieron los segundos en que vivo ahora. Ella se fue.

Yo a veces la llamo y le digo que cómo está todo por allá y ella me dice que bien, que un poco solo y frío, pero que bien. Que Vivica camina despacio porque los años y el dolor no la dejan correr y el niño, que es más bien niña, la ayuda a pisar el suelo con una muleta de palo, un balso con un sol pintado en la punta que consiguieron en el camino.

También me dice que un día de estos viene (...se despierta, me sonríe, me lleva...) y me invita a irme a vivir con ella. Yo tengo lista la maleta, con unas pastillas para el dolor de almas de las manos y años de los pies que me recomendó Señora.

Señora sigue por ahí dando vueltas por toda la casa, llorando como magdalena de que la carta estaba escrita con sangre y que esta mañana le tiré por el piso el café y le rechacé los consuelos.

Bah, ya se le pasará, o si no me voy y le dejó escritas cartas de esas. Al fin y al cabo yo lo único que quiero es largarme para mis carajos y mis mierdas… Que se joda Señora, yo quiero estar tranquilo. Al fin y al cabo ella, la de los ojos pedigüeños, me va a llevar con ella y con Vivica y con la nenita; al fin y al cabo eso es lo único que espero…

Eso, o llegar a alguna parte que ya me cansé de correr.

Dejo hasta aquí esta historia. Señora Ella me mira desde el otro lado de la habitación y sus ojos me recuerdan, con cierto dejo de repugnancia inexplicable, a otros pedigüeños. Debe seguir triste por el café que le tiré esta mañana. Bah, tendré que amarla. Sólo queda llamar a Grolie y decirle que llegaré tarde a lo de Lena. Que me disculpe con Clarita. En realidad tal vez no llegue. Tal vez esta noche se me acabe el dolor de las almas y los años. Al fin y al cabo, eso, es lo único que espero, eso. Hasta mañana.

lunes, 15 de marzo de 2010

Esmeraldas prestadas

Hablaba de cosas importantes desde el otro lado de la línea. Me imagino que mientras pronunciaba con rabia las sílabas a-ni-llo, unas veces, ó ar-go-lla, otras más, con las yemas de sus dedos acariciaba el aro redondo y brillante. También presumo que cuando se rió, los objetos frente a ella perdieron su atención y ella cerró un poco los ojos, echó la cabeza a un lado y el Sagrado Corazón que cuelga de la pared de la sala de su casa sonrió en silencio admirado por una sonrisa más sonora y más divertida que todas las que conocía. La misma que retumba aun por todos los pasillos, las escaleras, las habitaciones, los baños y los rincones de la casa. Una casa más grande que el silencio. Un silencio que por mucho tiempo ha sido mi homenaje; mi homenaje hacia ella.

Con un carboncillo imaginario dibujé presuroso su imagen en mi mente. Carboncillo de colores, si existe. Así me permití dibujar su cabello del color del trigo maduro, brillante como el sol de la mañana; sus labios enrojecidos, extasiados y embravecidos en una sonrisa violenta y alegre; los ojos, algo cerrados, pero mirándome desde su misterio verde como la esmeralda, despertando en mí la sensación de tener en mis manos, precisamente, una esmeralda. Gema que no es mía, que en cualquier momento me van a quitar de encima. Esmeraldas prestadas, robadas, ajenas. Esmeraldas en mis manos.

Abro los ojos al escuchar el silencio al otro lado de la línea. Ella, respirando en primer plano; sus dedos que golpean el teclado segundo; y, más allá, el mutismo de su casa sin nadie, el mismo del Sagrado Corazón que ya no sonríe por disimular.

Uno no sabe qué decir, pero algo dice. No puedo negar que me alegra un poco la noticia, que siento que se abre frente a mí una puerta al final del túnel: Encerrado en las tinieblas del silencio, escucharla sonreír y oír el roce del metal brillante en sus manos me abre un hoyo por el que entra una luz, tenue, pero luz al fin de cuentas. Y sin embargo no es la alegría absoluta.

    Cuelgo. Me despido más por obligación que por ganas de hacerlo. Salgo a mirar en el silencio bullicioso de la calle las sombras de los ausentes y recuerdo, de inmediato, a Diana. Tengo que buscarla y comunicarle las noticias nuevas que han presentado en la radio. Decirle que me distraje porque Ángela decidió romper su compromiso, pero que nunca dejé de pensar en ella.

En efecto, te busco, Diana. Camino dos cuadras y media, siempre al borde de la acera, siempre girando de cuando en vez en espera del bus que me acercará a ti. Podría haberte llamado ¿pero a dónde? En el bus me dispuse a leer, pero el sol a esta hora quema los cabales y duerme hasta al más preocupado.

Llego a mi destino; o cerca de él para ser más preciso. Ya lejos de mí el bus camino y llego a tu casa Dianita. Al abrirme estás tan adormilada como yo, pero me dejas pasar, invadir tus minutos, solamente unos pocos minutos. Sentado en tu sala, esperando que prepares el café que te acepté, recuerdo a Ángela, con sus cabellos de oro, y te grito desde el otro lado de tu mansión clase media. "Ya no se casa. Ángela ya no se casa".

Dejas caer a un lado y con algo de violencia la taza que preparabas. Pero la tomas rápido, viertes el agua hirviendo. El vapor limpio te humedece la nariz. Bates con una cuchara la infusión. Agregas azúcar, tal como sabes que me gusta, que me agrada; bates de nuevo clac-clac con la cucharita.

Llegas hasta mí sonriendo. Forzando el gesto, eso se te nota.

- ¿Estarás contento? –dices- No se te nota más que perturbado.

- Perturbado estoy. Es imposible dejar de pensar en una puerta abierta, una puerta lejana y abierta. Pero tengo miedo de caminar en estas tinieblas sólo guiado por su dolor y mis ganas.

Recuerda Diana, mientras me escucha, que hace muchos años, despechado como soy, y ebrio como pocas veces, le prometí sonriendo como Angelita, que no volvería a hablar de ella, que la seguiría amando como siempre, pero que le haría un homenaje, que callaría su nombre, sus aes y sus alas, su Án-ge-la, y que el mundo no oiría más que mi silencio.

Borracha, como estaba, Dianita me dijo que esperaba que yo le estuviera abriendo la puerta a su túnel. Evidentemente me cogió la caña. Ebrio, la dejé salir hacia mí. La abracé, la besé. Ella hizo lo propio. Desde entonces, delirante por sus besos y sus tazas de café, con dos cucharaditas de azúcar, embriagado por su nariz humedecida y tibia, hemos seguido caminando juntos.

Mi homenaje sólo tuvo dos excepciones: Ángela y Diana. De cuando en vez y de vez en cuando hablaba con Angelita de ella misma, de Gabriel, de su compromiso y cosas de esas. Igual hacía y hago aun con Diana, que de vez en cuando se me enoja.

- "Angelita. Ángela. Ángela para esto y para lo otro, para lo uno y para lo demás. –Dice en tono sarcástico y remedón- Que se fue y que va a volver. Que Gabriel y que el anillo". –Y remata- Te callas Orlando o te mando pa la mierda. Valiente homenaje le estás haciendo a la famosa Angelita hablando de ella todo el tiempo.

Pero yo la contento rápido porque le digo simplemente que desde que borracho propuse mi homenaje, mi corazón piensa en "Dianita. Diana. Diana para esto y para lo otro…"

Se sienta a mi lado Dianita a hablar de Angelita y de Gabriel. Se te nota el nerviosismo Diana, sabes que apenas pueda te rompo este silencio en la cara y el mundo entero me encuentra hablando de Ángela y clausurando mi homenaje. Pero no te pongas nerviosa, creo que no me iré de ti. Creo que prefiero mirarte a ti. Creo, por lo menos.

¿Y qué si me voy? Pues me esperas Dianita. Tan boba tú. Recuérdate que Ángela se ha portado conmigo como todo menos que como indica su nombre. Más tarde que temprano me verás llorando en tu hombro y hasta abrazando de felicitación a Gabriel por su inminente matrimonio.

Dianita que quería llorar ya no llora y se me echa encima. Desborda la taza el café sobre el suelo y mis manos contienen alegres el cuerpo que me invade. Beso tras beso un carboncillo imaginario tacha una imagen en mi mente. Dibujo de nuevo y una nariz húmeda y tibia, un rostro demasiado alegre, se asoma en la penumbra. Por ahora me quedo, reventado de la risa, gozando ante la luz al final del túnel Angelita… ¡Qué digo! Dianita, quise decir Dianita.

7-Dic-2007

jueves, 11 de febrero de 2010

Vivianne

Si se despierta seguro que me sonríe y me mira a los ojos y me dice que me quiere. Cómo no me va a querer si llevo más de una hora con su cabeza en mi regazo, acariciándole con estas manos torpes la cabeza, el cabello, las manos; tocándole con mis fríos dedos sus labios rojos y tiernos, tan tiernos como cuando dicen te quiero amigo y yo, embrutecido por su aliento maravilla, le respondo con el temblor de mis piernas y ella no puede más que sonreír.

La fiebre de su frente ha cesado y por más de un año estuve creyendo que los últimos días a su lado eran los que vivía en esa época, cuando caminábamos por las calles de Bogotá como quien recorre las de Santiago, o viceversa. Ella, tomada de mi brazo, aferrada a mí como si fuera el tronco o la piedra que no le permitiría ahogarse ante el caudal incesante de las circunstancias, que la llevaban más al otro mundo, al mundo de los durmientes eternos, que a este, mi mundo, el mundo de los que la amamos, el mío. Mi mundo.

Esos días fueron insoportables. Ella me decía gracias amigo o te quiero amigo y la voz se le perdía como en un susurro sin final. Pero no era un susurro cualquiera. Era el susurro del final de la tarde cayendo a un abismo sin fondo. Era el susurro de las calles de Bogotá a las tres de la mañana, queriendo esta ciudad ser Santiago, y viceversa. Era el susurro de quien permite a la vida entrar a su cuerpo, recorrer el tibio trayecto de su nariz hasta sus pulmones, recorrer las venas, montada en su sangre rojo eterno, bajar de la cabeza a los pies, volver a subir y querer escapar por sus mejillas, esas mejillas suyas que se sonrojan ante el temblor de mis rodillas y que más tarde se convertirán en un eterno te quiero amigo.

Pero esa vida quería negarse a entrar y mi niña desfallecía. Mi María, le gritaba yo, y ella, pálida y fría como quien cae al abismo de las tres de la mañana en Bogotá o en Santiago, apenas si me respondía. Tal vez ni me escuchaba, pero yo gritaba y gritaba hasta el cansancio y mi niña, adormecida en el frío eterno, temblaba en su voz y me decía, ojos entreabiertos (o entrecerrados, que es mejor para decir que alguien está muriendo), tranquilo amigo, te quiero amigo, y dormía, en mis brazos, sin importar nada más en este mundo que el sueño tranquilizador que a mí me dejaba pasmado, espantado, con ella entre mis brazos. Y solo en mi mundo de vivos, sin ella.

Hoy mi niña duerme entre mis brazos, como en esos días, pero ya no hay palidez en su rostro. Hay tranquilidad en sus sueños y en mi mundo, en este mundo que de a pocos vuelvo a construir pero con ella, con mi musa, mi María. Lejos del abismo del silencio, el abismo suspirante y suplicante que hay entre Bogotá y Santiago, o viceversa. Lo importante es que ella está aquí y ya no hay pasado que importe, ni futuro. Ella está en mis brazos, otra vez. Esta vez como otras tantas hace ya tanto.

Pero tal vez despierte y si despierta le diré te quiero amiga, y ella dirá gracias amigo y me temblarán las rodillas y lo sentirá y sus mejillas sonrojadas gritarán por mi beso. Mis labios entonces se acercarán a ella y, con sus ojos cerrados, me dirá te quiero amigo. Y yo temblaré y pensaré cuánto te quiero mi María.

¿Y si no despierta? El mundo se quedará dormido entonces. Para qué despertar ante el abismo sin su sangre, sin sus mejillas sonrojadas, sin su aliento enternecedor. Ante quién temblarán mis rodillas si su silencio se presentará como la excusa para gritarle a mi niña ¡Mi María despierta! y ella, tal vez, ya no despertará ni me dirá tranquilo amigo.

Y yo seguiré espantado, pero será un espanto eterno. Me levantaré de esta silla, acomodaré suavemente su cabeza sobre el brazo de este sofá, miraré por la ventana a ese cielo azul y negro abismo y pediré al cielo, un cielo sordo, mudo y muerto que me lleve.

Pero nadie responderá y mi voz se tornará difícil y más débil de lo que es, mis pasos lentos ya no irán a ninguna parte, el abismo se hará entonces más suspiro que nunca y la vida se me convertirá en la búsqueda del final de su suspiro interminable, inconcluso. Pero mi niña despertará, de eso estoy seguro.

Sólo que hace tanto tiempo que no lo pensaba. Ese "y si no despierta" se me había convertido en un mal recuerdo, un sueño sin pasado y sin futuro. Pero hoy me lo pregunté y volvió la preocupación. Pero sé que mi María despertará.

Y al despertar va a sonreír y me contará de sus mil paraísos conmigo y sin mí, de sus juegos de azar y de muerte, de príncipes vagabundos y princesas que nunca despiertan y que miran hacia sus adentros pensando en cómo despertar y mirar a su príncipe, observándolas, pensando en cómo sonreirán cuando despierten y le digan a su querido príncipe, te quiero príncipe y a éste le tiemblen las rodillas. De princesas que piensan esto, pero nunca despiertan. Y ella, mi María princesa, saltará de mis brazos y me dirá, espantada, que casi no puede despertar, y ahora quien sonríe soy yo y la miro y le digo te quiero amiga, y ella pálida me besará mis mejillas, sonrojadas.

Ya despertará mi niña. Pero cómo va a despertar si debe estar cansada; cansada de este mundo que no ha hecho más que quitarle tiempo para soñar en sus paraísos y príncipes y cosas. Ese mundo abismo que le roba mi presencia y a mí la suya y ya no podemos estar juntos más que en ratos como ahora. Ese mundo negro y azul, suspiro sin final que le dice que se va a morir cuando menos lo piense y yo sin saber qué hacer la veo llorar y lloro con ella o salgo a correr por las calles de Santiago o de Bogotá, me da igual. Y descanso. Debe estar cansada mi niña.

Yo la dejo descansar. Que descanse, porque si despierta voy a llevarla a caminar largo por Bogotá o Santiago, bajo el frío de las tres de la mañana, al borde de ese suspiro abismo negro y azul. Y bajo la luz del alumbrado público abrazarla fuerte hasta que sus mejillas se sonrojen y entonces besarla por primera vez en mi vida en su boca aliento y ternura y ella me va a decir que me ama, pero antes, al despertar, me va a sonreír.

El cuerpo de mi niña ha temblado un poco, ha dado un salto extraño, se ha encogido un instante para volver a expandirse, a extenderse sobre mí. Yo no puedo hacer más que llorar y rogarle en silencio que despierte y me sonría. Pero antes debo dejarla sobre este sofá, abrir la puerta y decirle a Blanquita que limpie ahí blanquita, no sea que mi niña se despierte y se espante con esa sangre rojo eterno que brota de sus muñecas hace ya tanto tiempo. Duerme mi niña, duerme que ya voy a ayudarte a limpiar el rojo abismo, el mundo negro azul inconcluso.

Tranquila mi amiga, ya va a dejar de llover sobre este mundo abismo sin príncipes ni paraísos, abismo sin ti y sin tu aliento. Duerme, descansa mi María que cuando despiertes voy a llevarte a caminar largo por mi ciudad, esta ciudad sin ti, conmigo y viceversa.

Si se despierta seguro que me sonríe. Entonces, iré con ella.

martes, 26 de enero de 2010

Mi viaje caicediano

Hace ya bastantes años no pasa un día en que una frase, una imagen, una canción, un libro, un cuento, un video o lo que sea, no despierte en mi cabeza el recuerdo latente del gran, del grandísimo Andrés Caicedo, ese genial escritor, cinéfilo, rebelde, artista caleño que un día cualquiera tomó la decisión de acabar con su vida dejando al mundo con un vacío tan grande que sólo se ha podido llenar con su magnífica obra.

Traigo a colación el tema, porque hace algunas semanas una pregunta da tumbos por mi casa luego de que alguien me interrogara sobre mi percepción acerca de Caicedo. Casi que me confrontaba, me requisaba argumentos buscando una señal que le permitiera declararme un fraude. Tal vez por mi pseudónimo habrá entendido que pretendo ser un retrato de alguno de sus personajes, tal vez del propio escritor. Pero no, erraba en esa apreciación él. Erraba, quizá, en mi apreciación yo mismo.

Simplemente puedo decir que he superado el umbral de la edad alcanzada en vida por Caicedo y, sin embargo, ese ímpetu artístico que habita en mi interior se ha quedado en más promesas que realidades. En archivos empolvados que apenas si han tratado de ver la luz para ser condenados a la ceguera de un mundo que no encuentra en ellos más que simples anécdotas generadas por alguien que tal vez sueña demasiado y se plantea su realidad de una manera poco seria, sin la disciplina del caso. Ese juicio, que presumo en los demás, debe ser también entendido como mi propia confesión.

Caicedo para mí es, sin embargo, ese viaje que emprendí una tarde cuando tomé un ejemplar pirata de "Que viva la música", obra que logré leer en apenas un par de días y que infiltró en mí una cualidad animal, carnívora que se despierta cada vez que una carátula me enseña en nombre de Caicedo y me obliga a devorar sus páginas en tan solo unas horas.

Un viaje que me llevó a cuestionar al mundo, a mi propio yo, a la vida que empezaba a construir, a la obra que apenas despuntaba en mis cuadernos y archivos. En esa misma travesía abandoné al mal poeta que fui para convertirme en el cuentista que sigue buscando en su cabeza las palabras y las historias que puedan dar fe de su talento, si es que lo tiene. Un cuentista que muy a menudo busca en las palabras de la obra caicediana las pistas necesarias para abordar ese mundo que a tropezones ha construido en su cabeza, a manera de cuento, de proyecto de historia.

No sé. Creo que si me asomo al espejo con alguno de sus libros en mi mano, no podría más que sentirme decepcionado por el rumbo que ha tomado mi vida o para ser más exacto, por la quietud a la que me he condenado ante la poca fuerza para asumir con grandeza esas derrotas que representan los labios chuecos, los halagos fingidos o el silencio que siempre concurren tras la lectura ajena de mis obras. Excusas que siempre me sacan bien librado a la vez que me confrontan.

Pero con la decepción del rostro que me mira desde ese cristal, me resigno a revisar mis papeles, mis archivos. Salto al mundo para escupirle mi mediocre o magnífica obra en la cara, eso que lo decidan ellos. Revuelvo, revuelco, esculco, esculpo, insisto, resisto y encuentro… siempre encuentro algún papel olvidado, una nota de prensa, una frase entrecomillada, un libro algo raído.

Es entonces cuando apago mis ilusiones, me siento en el cómodo lugar que me he malganado en el mundo y, mientras la voz de un joven Mick Jagger o los cueros de una salsa genial taladran mis oídos, empiezo con un cuento, con una novela inconclusa, con lo que sea que haya sido firmado con su nombre, una nueva escala de mi propio viaje caicediano.