domingo, 5 de septiembre de 2010

Habría preferido quedarme a su lado

"…que vengo liviano como la espuma de las orillas…"

Mire. Al salir de mi casa me sorprendió notar cómo el cielo se empezaba a derretir y una lluvia fortísima parecía dispuesta a desaparecer la ciudad de la faz de la tierra. Relámpagos y vientos cruzados amenazaban con, primero, espantar cualquier amago de tranquilidad en mi cabeza y, segundo, vulnerar mi equilibrio para arrojarme al suelo, quizás a algún charco mal ubicado o a una avenida algo transitada. Nunca antes fue tan grave y cierta la posibilidad de hacer realidad esa muletilla con la que antes solíamos reírnos: casi me atropella una avenida.

Caminé. Le confieso que lamenté muy poco mi casi radical negativa a usar paraguas. Sucedió que al verme totalmente empapado, pensé que tal vez habría sido mejor aprovisionarme con alguno de los que descansan junto a la puerta de mi casa, pero luego me alimentó la certeza de que habría sido prácticamente inútil. La lluvia parecía rebotar en el suelo. También lo lamenté hace unos minutos cuando me vi dispuesto a lanzar un par de piedras hacia su ventana y notar mi lamentable estado. Ya sabré si este remedo de arrepentimiento será duradero. Dependerá de usted, de su reacción, naturalmente.

Corrí. Fíjese cómo son las cosas. Uno cree que bajo la lluvia la carrera es contra el tiempo, contra el agua y contra los demás seres humanos que se encogen a su manera para recibir de la manera menos estrepitosa semejante ataque tan desmedido de los cielos. Pero no. De alguna manera un perro, un animalito de esos que se jactan de ser los mejores amigos del hombre, al verme sospechosamente conforme con mi estado cuasi-acuático empezó a ladrar insistente e insoportablemente. Pronto venció el temor al agua y salió dispuesto a cobrar mi osadía, a morder mi piel endurecida por el frío, a amargar de alguna manera el dichoso encuentro que me esperaba al final de este laberinto de calles que me trajo hacia usted.

Huí. Es necesario aprender a evadir ciertos lugares. Un par de fantasmas enormes han pretendido despojarme de lo poco o nada que guardo en los bolsillos. Fueron desconfiados mis ojos y hábiles mis pies para evitar que esta parte de mi cuento fuera un lamento sobre los pesos perdidos, el teléfono extraviado y la tranquilidad golpeada. Estoy intacto entonces, completo. Empapado y tiritando de frío. Y sin nada más que agregar en ese sentido.

Descansé. ¿Sabe? Es largo el camino a su casa cuando no se detiene un solo taxi o bus en el trayecto. Creo que el agua, escondida en mi ropa, aumentó en varios kilos mi peso y quizás por eso nadie me dio cabida en sus carros. Una estela de gotas sobre el suelo podría perfectamente conducirme de regreso, pero esta suerte de Hansel moderno ya conoce ese sendero. Ya he llegado a su casa de chocolate, ojalá caliente. Eso es lo verdaderamente importante.

Como ve, no ha sido la más sencilla y victoriosa de las travesías que pudiera haber emprendido alguna vez. Pero aquí estoy, finalmente, para penetrar en su espacio y colármele entre el cabello, contarle al oído mi desventurada aventura y jugar a regalarle un poquito de calor en esta noche helada y fría.

Empieza a llover. El camino de regreso es largo. Sobra decir que preferiría quedarme a su lado, pero, aun así: preferiría quedarme a su lado.

***

Mientras camino noto con algo de decepción cómo las nubes cubren casi la totalidad del cielo. Es tarde, algunas estrellas se dejan ver a través del agua condensada que presurosa empieza a caer con súbita fuerza. Pero no hay Luna. Y hace falta. No hay faro que me indique el camino para perderme y me temo que, al final de un par de horas, habré llegado al destino de siempre, al inevitable, a la puerta que, al abrirse, no me traerá nada nuevo: un café, algo para comer y, finalmente, la cama, sin ella. Vacía.

Dibujo la Luna y me dejo llevar por ella hacia esa cama que no espera y allí, en el lugar de siempre la encuentro. A ella. Me dejo caer sobre las sábanas calientes. Desaparece el frío. Cierro mis ojos. Usted me abraza. Ha sido una larga y difícil travesía. Pero usted susurra un leve grito en mi oído: "gracias" dice mientras me abraza. Mientras penetra a mi lado mis cobijas y deja que su calidez me cale en los huesos. No necesito más.

Habría preferido quedarme a su lado. Pero llueve. Y aquí está.

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