IV
En la ciudad, Judas se enteró de la suerte que le esperaba a Jesús. El rumor de muerte invadió cada poro de su cuerpo y ni siquiera sus ojos fueron capaces de llorar. Quiso devolver las monedas, reivindicarse con el cielo, la tierra, Dios; consigo mismo, pero ya era demasiado tarde. Jesús era ya un hombre condenado a muerte. Judas corrió hacia el bosque buscando escondite, pero sabía que se podía esconder de Jesús, de sus compañeros, de los sacerdotes, tal vez de Dios, pero no de él mismo. No de su culpa.
La noche se hizo eterna y en medio del bosque, tirado boca arriba, creyó sentirse, por primera vez en muchas horas, en paz. Dormitó. Pero las pesadillas y el frío le impidieron pernoctar por más de un par de minutos. El amanecer lo sorprendió y la sensación de paz se volvió apenas un recuerdo lejano y transitorio.
Voces en su cabeza se reían de él ahora con más fuerza. Las palabras de Jesús se repetían en ella una y otra vez. “Uno de ustedes me va a traicionar”, “lo que vas a hacer hazlo pronto” redundaba en su mente. Sus ojos, ahora secos, incapaces de llorar, enrojecidos por los últimos acontecimientos se encontraron en un árbol seco a pocos metros de allí. “Estás muerto” insistían las voces en su cabeza. La muerte se le presentó como la única salida. Miró alrededor y se sintió aun más solo de lo que estaba. Oró de nuevo y pidió perdón.
Desligó su cinto y ató uno de los cabos a una de las ramas del árbol. El otro lo anudó alrededor de su cuello. Sus pies, enganchados al contorno del tronco, se desenlazaron y todo el peso de su cuerpo se trasladó al cuello. La bolsa de tela, sostenida por su mano, cayó bajo sus pies colgantes, que se tensionaban y saltaban desesperados.
Su boca apenas sí dejaba brotar sonidos suaves, guturales. Sus manos buscaban liberar exasperadas la soga alrededor del cuello sin éxito, su rostro se tornaba morado. El aire quería entrar a sus pulmones, pero la presión de la horca era inflexible. Los ojos hinchados por el llanto brillaban y dejaban escapar algunas lágrimas antes de cerrarse. Todo había terminado.
Una sonrisa pareció dibujarse en sus labios inundados en saliva. Pidió perdón por última vez. Un pensamiento atravesó la ahora silenciosa y tranquila mente de Judas Iscariote. Cerró los ojos, y una voz, su propia voz, coreaba en sus adentros: “por fin la paz, la paz, la paz…”.
***
El viento frío mece el cuerpo e Iscariote. El silencio es poco a poco invadido por un rumor lejano de llanto y dolor. Empiezan a caer algunas gotas de lluvia. No muy lejos de allí sucede lo impensable: “Todo está consumado”.