viernes, 2 de octubre de 2009

Iscariote (IV)

IV


En la ciudad, Judas se enteró de la suerte que le esperaba a Jesús. El rumor de muerte invadió cada poro de su cuerpo y ni siquiera sus ojos fueron capaces de llorar. Quiso devolver las monedas, reivindicarse con el cielo, la tierra, Dios; consigo mismo, pero ya era demasiado tarde. Jesús era ya un hombre condenado a muerte. Judas corrió hacia el bosque buscando escondite, pero sabía que se podía esconder de Jesús, de sus compañeros, de los sacerdotes, tal vez de Dios, pero no de él mismo. No de su culpa.


La noche se hizo eterna y en medio del bosque, tirado boca arriba, creyó sentirse, por primera vez en muchas horas, en paz. Dormitó. Pero las pesadillas y el frío le impidieron pernoctar por más de un par de minutos. El amanecer lo sorprendió y la sensación de paz se volvió apenas un recuerdo lejano y transitorio.


Voces en su cabeza se reían de él ahora con más fuerza. Las palabras de Jesús se repetían en ella una y otra vez. “Uno de ustedes me va a traicionar”, “lo que vas a hacer hazlo pronto” redundaba en su mente. Sus ojos, ahora secos, incapaces de llorar, enrojecidos por los últimos acontecimientos se encontraron en un árbol seco a pocos metros de allí. “Estás muerto” insistían las voces en su cabeza. La muerte se le presentó como la única salida. Miró alrededor y se sintió aun más solo de lo que estaba. Oró de nuevo y pidió perdón.


Desligó su cinto y ató uno de los cabos a una de las ramas del árbol. El otro lo anudó alrededor de su cuello. Sus pies, enganchados al contorno del tronco, se desenlazaron y todo el peso de su cuerpo se trasladó al cuello. La bolsa de tela, sostenida por su mano, cayó bajo sus pies colgantes, que se tensionaban y saltaban desesperados.


Su boca apenas sí dejaba brotar sonidos suaves, guturales. Sus manos buscaban liberar exasperadas la soga alrededor del cuello sin éxito, su rostro se tornaba morado. El aire quería entrar a sus pulmones, pero la presión de la horca era inflexible. Los ojos hinchados por el llanto brillaban y dejaban escapar algunas lágrimas antes de cerrarse. Todo había terminado.


Una sonrisa pareció dibujarse en sus labios inundados en saliva. Pidió perdón por última vez. Un pensamiento atravesó la ahora silenciosa y tranquila mente de Judas Iscariote. Cerró los ojos, y una voz, su propia voz, coreaba en sus adentros: “por fin la paz, la paz, la paz…”.


***


El viento frío mece el cuerpo e Iscariote. El silencio es poco a poco invadido por un rumor lejano de llanto y dolor. Empiezan a caer algunas gotas de lluvia. No muy lejos de allí sucede lo impensable: “Todo está consumado”.

Iscariote (III)

III


Jesús y sus discípulos caminaban hacia el Getsemaní, lugar en que se disponían a rezar. Su rostro era de tranquilidad, mas en sus ojos se veía el temor por lo que le esperaba. Al llegar al lugar, se alejó del grupo y, a una distancia prudente, dejó aflorar los sentimientos que lo invadían desde hacía mucho tiempo y que ahora se acrecentaban mucho más. Cayó al suelo y pidió al cielo fuerzas para soportar lo que le esperaba; pidió, resignado, que su destino cambiara, pero sabía que no sería así.


Tras de Judas, un grupo de hombres armados se dirigían al Getsemaní. “Hazlo pronto, hazlo pronto” recordaba Judas en voz baja, dándose consuelo, mientras se acercaban a destino. En un instante dudó y se dio vuelta con postura amenazante decidido a deshacer el trato, pero al ver las espadas desenfundadas de los soldados se arrepintió. Mientras caminaba se sentía espiado, como si alguien lo mirara con ojos acusadores. Observó al cielo tratando de pedir fuerzas y en voz muy baja, elevó a Dios una plegaria.


Al ver a Jesús, Judas se quedó inmóvil. Se arrepintió definitivamente de lo que iba a hacer. Iba a retroceder cuando la mano de uno de los soldados apretó fuertemente su brazo y lo empujó hacia el frente. Asustado se dio vuelta y vio como las espadas brillaban aun más con la luz de las antorchas. Pidió de nuevo fuerzas al cielo y brevemente elevó una oración. Se acercó a Jesús y lo besó. Cayó arrodillado dejándose vencer por el peso de su cuerpo, de la culpa. Sus brazos se hallaban sobre el suelo, cruzados, y su cabeza apoyada en ellos. Oyó gritos y el sonido de espadas y cuando sintió el silencio, corrió, con los ojos empapados en llanto y sintiendo el enorme peso de su recompensa.