martes, 11 de mayo de 2010

Abismo

"A lo mejor no he debido estarme tanto tiempo en la casa de Angelita, porque cuando salí todo estaba vacío"

Andrés Caicedo

"Se suicidaba segundo a segundo pensando que la vida era volar junto a una mujer que fuma. Se suicidaba pero no se moría, porque el mundo era un abismo, una rosa, un perro y una mujer. Se suicidaba, pero al otro día salía temprano a trabajar"

Después de todo el mundo es un lugar totalmente diferente a lo que creí que era. En la esquina no había ninguna mujer fumando ni ofreciendo al mejor postor su amor incondicional. A media cuadra no hay ninguna tienda en la que comprar la cerveza, la droga o el alimento que satisfaga las necesidades básicas de un cuerpo cansado de caminar y de sentir el dolor incurable de la soledad. Las ventanas nunca estuvieron abiertas y, a pesar de lo que pueda decir mucha gente, el cielo nunca ha sido azul.

El perro que ladraba todas las noches y que no dejaba dormir a los vecinos desapareció de la faz del planeta si es que acaso en verdad ladró alguna noche. El vigilante que pasa en vela cada noche de su existencia en espera de que ningún intruso invada su letargo no ha dado pistas de vida y nadie sabe ni cree haber sabido de él. La familia se convirtió en algo menos que un sueño y cada noche de viernes, sábado, domingo y lunes se hizo un poco más violenta que las del resto de la semana. Un asesino quiso matarme pero al buscar en mi casa no me encontró. El Jíbaro vendió todo antes de que yo lo alcanzara y las puertas de todo el barrio quedaron cerradas con doble candado para evitar la irrupción de mi parte o de alguien más que pudiera estar buscándome. Quién sabe.

Las princesas se escondieron en sus palacios luego de ser rescatadas o encadenadas por sus respectivos príncipes imaginarios o no. Julieta invadió mi nostalgia y se perdió, noche a noche, detrás de la melancolía que manaba de mi llanto. Los poemas desaparecieron y las llamas consumieron al poeta que los escribió. Las canciones fueron sólo caprichos comerciales que se dejaron vender y la historia universal se acabó hace cerca de dos siglos borrando de un ventarrón años, décadas de creaciones y experiencias memorables para la humanidad.

El cantor apagó el trueno de su voz por no haber nadie a quien halagar con sus melodías. Bogotá fue poco más que una ciudad llena de gente, soledades, orines, policías, borrachos y más gente. Las palabras de amor ahora acusaban y una cerveza buscaba desinhibir un beso en los labios que hace años no se encontraban en el horizonte. El perfume del caballero de la noche se ahogó entre los aromas de perros, gamines y ebrios que deambulan por la madrugada como buscando un refugio para tanto mareo, frío y abismo.

¿¡ABISMO!? La calle de siempre, inundada de aromas, de gente, de princesas, se llenó de abismo, se volvió abismo y ya nada pudo hacer que las cosas cambiaran. Apenas atravesé la puerta, y tras de mí la sombra mía, el mundo volvió a ser lo que nunca había sido y yo nunca había entendido, y a pesar de la lluvia y de la primavera y de las fiestas de año nuevo, de cumpleaños sin amigos, de navidades sin dios, de tanta gente, de tantas compañías anónimas pasando de largo por mi lado, de tanta bulla, de tantos gritos eufóricos, de tanta histeria incontrolada, de tanto llanto contenido, de tantas noches con y sin luna y estrellas, de tanto mundo por descubrir, ese, el mundo, es otra cosa, es un desierto sin nada ni nadie, es un desierto sin sol ni frío, es un desierto, es un abismo. Es otra cosa.

Después de todo el mundo no es lo que yo había inventado y me había creído, no. Es otra cosa, otra porquería en la que cada quien puede cagarse la suerte de quien quiera con tan solo un poco de tino y paciencia. Al fin y al cabo la soledad es lo único que, si bien te caga la vida, te permite sentirte por un solo minuto independiente, libre...

El mundo es otra cosa. Cuando empecé a caer la ropa se tatuó en mi cuerpo pesado. Las palomas y otros bichos me miraban como tratando de entender cómo un hombre podía estar invadiendo ese espacio reservado para las criaturas mágicas que se permiten volar, como ellas mismas o como las gaviotas o como las mujeres que mueren o como los hombres que aman sin ser correspondidos. Con mi mirada les informo que tengo tanto derecho o más a estar allí que ellas, y al entenderlo remontan su altura y se van buscando en el cielo el azul que yo ya no veo; no puedo ver.

El suelo es cada vez más cercano y se hace segundo a segundo inminente el impacto. Cierro los ojos pero veo cómo el aire trata de pasar de manera desesperada por el centro de mi cuerpo y escapa por entre mis brazos, mis piernas, mis manos, mis dedos, mis cabellos o se mete en mi nariz, mi boca, invade mis pulmones, mi sangre, me oxigena, me enfría, me transforma en aire mismo, me pasa por encima como un baño de agua, de aire frío, se inyecta por cada poro de mi piel, seca mis ojos antes llenos de llanto, limpia mi nariz de tantas impurezas que aun se conservan allí. Me hace uno con él y por un segundo, tal vez segundo y medio, soy aire y nadie ni nada pueden percatarse de que respiran y me les meto por entre la nariz para ser ellos y ser de ellos.

Por ejemplo, ella, Julieta quiero decir, que está a unos pocos centenares de millones de kilómetros y se deja ver desde mi altura decreciente, respira despacio, calmada, mareada tal vez por tanto humo, y me deja meterme en su nariz, en su cuerpo y bebe del aire el rocío, que soy yo mismo, y sin saberlo me permite seguir siendo, al menos por un pequeño instante, parte de su vida.

También está el gamín, el ñero, el indigente, que parte un pan duro y viejo y se lo comparte a su perro. Las palomas y los demás bichos lo miran y algún ave se acerca a atragantarse de los pequeños trozos harinosos de pan que caen al suelo. Ya no me ven, pero sigo invadiéndolos y entiendo lo que es ser paloma y vagar por los aires y correr presuroso antes de que un pie ciego amenace con aplastarme como también lo podría hacer una rueda de carro o un trozo de piedra que cae del espacio. También puedo volar, remontar la altura y caer en el silencio del parque, de la plaza a eso de las dos de la mañana, cuando un soldado vigila las estatuas con el mismo celo con el que un french poodle cuida una casa en el norte de la ciudad. Soy paloma y desde mi altura veo cómo desconocidos arrojan maíz para llamar mi atención, otros toman fotografías instantáneas y unos más se sienten dios al ser rodeados por un fenomenal manto alegre de palomas asustadas.

También me permito el don de la indigencia y entiendo que el perro es el mejor amigo del hombre, o por lo menos el más agradecido. Empiezo a padecer el dolor en mi vientre a falta de más pan o tal vez una sopa de sobras o lo que sea. Mi nariz está cada vez más destruida por el frío y otras sustancias de la calle. La piel golpeada por los rayos de sol y las gotas de lluvia se ha manchado y la suciedad del polvo y el humo han teñido de negro y rojo las arrugas que se dibujan en mi rostro. Comprendo mi historia y tal vez también aquí existió alguna mujer que dejó de ser princesa. Tal vez el perro me busca sólo porque quiere pan. Tal vez ya no quiero ser lo que soy pero tampoco quiero morirme. Tal vez al promediar la tarde, la noche quizás, intente robar en la avenida y de pronto, con un poco de suerte, un policía se atreva a acusarme y a detenerme. Tal vez, si eso sucede, esta noche la pasaré bajo un techó más alto que una caja de cartón y el lecho será diferente al césped de periódico de cada noche en cada parque.

Y soy aire y me permito soñar nuevas historias, como la de Lenita que se murió por un abrazo mío o la de María, mi María, que se me murió en las manos, o la de Mi Ella, que se perdió en un bosque durante la tarde de cualquier agosto, o la de Caperucita que cada día siente que no quiere despertar, o la de Juana que se cansó de ser hombre años después de nunca haberlo sido.

También me permito escribir en el humo del aire las historias que nadie, ni siquiera las palomas, puede leer. Escribo, por ejemplo, que brindo por la ausencia de mi niña Julieta, porque se va y porque quiero que sea feliz y que esté tranquila y que brindo porque ya no quiero estar mal, porque quiero que mi vida y la de ella tenga de nuevo vida, que brindo por ella, porque no regresará y porque sin embargo la espero.

O escribir también que la noche está de día porque te he conocido y que si bien ya no estás sigo viviendo a tu sombra, y que de pronto una tarde me necesites y me vas a buscar y ya no me vas a encontrar no porque no quiera estar sino porque una mañana en medio de gamines y perros y soldados y palomas y nubes moradas y fotografías instantáneas me caí desde muy arriba y ya no supe ni dónde estaba ni para dónde debía ir. Sí, escribir eso o de pronto escribir, que te fuiste o me fui y ya no sabemos para donde nos hemos ido, porque si no lo escribo lo grito y si lo grito me van a mirar los soldados y los fotógrafos y las palomas como si estuviera loco o como si fuera a matar a un presidente o qué sé yo. Y si me encierran sí me voy a volver loco y seguro que me llevan a otro lado y allá no sé de qué sea capaz porque de pronto. Ahí sí, soy capaz de acabar con todo y el mundo entero sabrá de mí.

Exagero. Si no lo escribo me lo callo, no grito porque me da pena con las palomas y los perros que se van a molestar, digo yo.

La historia va en que una noche cualquiera Julieta me dijo que buena suerte y que ya no te quiero ver más; y yo, como siempre llorando, le dije que bueno, que la quería mucho y que no entendía y la dejé irse. Después de todo ya no la podía detener porque sería como si el aire del abismo me detuviera.

El lío es, señores y señoras, que durante mucho tiempo el mundo para mí siempre fue Julieta y sus ojos eran las ventanas por las que yo me atrevía a mirar al mundo y, tal vez, a saltar al vacío. Que sus labios eran los dueños de la palabra última. Que sus pies indicaban el camino que debía recorrer y mis zapatos buscaban encajarse en sus leves huellas sobre el pavimento. Ese es el problema, porque bien podría yo como paloma o bicho o lo que sea retomar el aire y detener mi caída, para reconstruir el mundo, pero este mundo es un desierto o un abismo sin desierto... un abismo.

El meollo es que, como dicen, yo no debí haberme pasado tanto tiempo en casa de Julieta, porque cuando me sacó el mundo era otra cosa, era un abismo y yo me dejé caer en ese hueco. ¡Bah!, que se joda el mundo, que yo me caigo hasta que me caiga, es decir... mejor sigo siendo aire, paloma y bicho, indigente, perro, soldado... mejor sigo escribiendo en las nubes moradas, de pronto alguna paloma en un sanatorio la lea y venga a volar y a comer pan conmigo. Si no, no importa, después de todo el mundo seguirá siendo la misma porquería. Así Lenita regrese o Mi Ella aparezca o María resucite o qué sé yo.

Lo único que espero, sinceramente, es que de vez en cuando, así sea respirando suavemente, Julieta me permita ser parte de su vida, aunque no lo sepa, aunque no sea una princesa, aunque no escuche las canciones que le canto, aunque su príncipe villano la encierre en su palacio, aunque me caiga, que si me caigo seguro que vendrá a visitarme. Porque aún estando ella el mundo es un desierto, pero sin ella el mundo es un solo abismo, puro abismo. ¡¡¡ABISMO!!!

Mientras tanto inventaré a la mujer que fuma y que vende al mejor postor su amor incondicional. Tal vez con ella a mi lado el abismo no sea más que un perro comiendo pan duro, rodeado de palomas y aire y orines y soldados y estatuas y jíbaros y princesas muertas. Una mujer que fuma, sí, que fuma, me mira y que se deja caer en mis brazos y en silencio, leyendo en las nubes moradas mis gritos, compartirá el abismo conmigo. Juntos entonces, en vida, seremos, volando, un solo suicidio.