sábado, 25 de septiembre de 2010

Una sonrisa desde el umbral

El cuento de hoy es muy breve. Pretende serlo. Ya veremos. Habla de un hombre de pie en el umbral de la puerta de una habitación en la que descansa una mujer. Habla de una noche plagada de estrellas y de un viento leve que logra colarse por las ventanas y ondear, como a bandera victoriosa, la ligera y poco tenaz cortina.

Habla, además, de un libro arrojado, sin el más mínimo de los cuidados, en el suelo, junto a la cama. Piso en el que descansan varios pares de medias desperdigados por aquí y allá, una libreta de pensamientos a medio llenar, un billete que juega a las escondidas desde hace ya varias semanas –y contando- y, claro, el fantasma de un perro que se niega a abandonar la alfombra sobre la que se echó tantas veces.

Es un cuento breve, lo he dicho, y habla de un hombre que observa desde la puerta, un hombre ansioso por encender la luz, despertar a la mujer que tan profunda duerme, besarla, acariciarla, penetrar con su lengua sus labios, gemir un placer enorme en su oído y buscar con sus dedos el placer en ella.

Un hombre que se da media vuelta y recoge sus pasos para sentarse en una cafetería cualquiera, beber un tinto oscuro, hirviente y sin azúcar; abrir su libreta, empezar a recordarla y narrar una breve historia sobre alguien que escribe acerca de una mujer que lee.

Que lee y sonríe. Como también sonríe el hombre que la mira leer desde la puerta. Buenas noches.

domingo, 12 de septiembre de 2010

¿Qué tal?

Qué tal coger, por ejemplo, esta puntillita, mal clavada como ves, y presionar la punta con el dedo. Darle, duro, presionar más hasta que la piel se ponga blanca por la presión. Y más. Seguir empujando, que el dolor aumente y la carne ceda. Que empiece a salir la sangre. Tocar el huesito, seguir presionando, empujando, hasta que la puntilla llegue a atravesar totalmente el dedo y finalmente levante la uña. Que la arranque desde adentro. ¿Qué tal?

O si no, entonces que ella le diga que no. La que tantas veces le ha negado el sí, otra vez le diga que no y se vaya. ¿Qué tal la incertidumbre de no saber qué está haciendo a estas altas horas de la noche? Pues qué va a ser si no lo que piensa, pendejo. Con el amor de sus tormentos. Y más aún. Ponerse a imaginar de verdad qué-es-lo-que-está-haciendo. Seguir hasta que el puñal le arranque el corazón desde adentro.

Duele ¿cierto? Pero no es lo mismo. Este dolor tiene que ver más con el sentimiento y aquél con las sensaciones -¿si es así Mayena?- Cómo sea.

Estábamos en la puntilla. Y qué hace uno en esas. Rico. Coger el dedo, chuparse la sangre. No sé por qué se me ocurrió esto, pero viendo y escuchando desde el televisor a esa trompeta, al tal Clifford dele que dele con las mejillas infladas como globos, y a punto de reventarse, como globos, por eso lo decía, se me dio por reventarme el dedo.

Chuparse la sangre. Con el dedito en la boca, vuelto mierda, chupar y con la lengua acomodar la uña, todavía pegada con alguna fibrita de piel a alguna parte de la mano, en su lugar original si es que aún queda cimiento de aquél. Chupar. Rico.

Y la sangre que baja por la boca, la lengua y la garganta. Calientita y mía. Quiero decir, la sangre de uno mismo. Y de pronto sentir su calorcito en el pecho y quizás sentirlo en el estómago. Ah, placer, sólo placer.

Después meterse otra pepa, otro soplo, otra bocanada. Para dormir el dolor y no dejar despertar los cabales. Mientras tanto mirar que en la mesa, en la puntilla, un trocito de carne propia y viva llama, roja, a gritos. Tomarla con el dedo, otro dedo, la misma mano, y pa la boca. Rico. Masticar, mezclarla con la pepa vuelta grumos a mordiscos o revolverla con el polvito… Mierda, mierda, meterla en el tubo y comérsela a bocanadas. Mierda. Los cabales que para allá se fueron.

Qué tal esperar a que llame, que seguro llama, por esta cruz que llama -¿si o no Mayenita?- y esperar a que salude. Saludar, claro. Preguntar que cómo le fue anoche. Y justo antes de que abra la bocaza, caverna de escombros y purita mierda, y diga que tragó y tiró de lo lindo, mandarla para la mismísima mierda. Y sin dejarla decir esta-boca-es-mía tirarle el teléfono, ponerle un tramacazo a la distancia y en el oído, en la oreja, y volvérsela chicuca, física chicuca. ¿Sí o no? Bacano. Por fin algo de placer.

Y salir a la calle a que el frío me haga doler el dedo, el puto dedo vuelto mierda. Pero le tiré el teléfono y la mandé pa'llá, pa donde sea. Algo de placer para este muerto. ¿Qué tal? ¿Cómo la ves?

domingo, 5 de septiembre de 2010

Habría preferido quedarme a su lado

"…que vengo liviano como la espuma de las orillas…"

Mire. Al salir de mi casa me sorprendió notar cómo el cielo se empezaba a derretir y una lluvia fortísima parecía dispuesta a desaparecer la ciudad de la faz de la tierra. Relámpagos y vientos cruzados amenazaban con, primero, espantar cualquier amago de tranquilidad en mi cabeza y, segundo, vulnerar mi equilibrio para arrojarme al suelo, quizás a algún charco mal ubicado o a una avenida algo transitada. Nunca antes fue tan grave y cierta la posibilidad de hacer realidad esa muletilla con la que antes solíamos reírnos: casi me atropella una avenida.

Caminé. Le confieso que lamenté muy poco mi casi radical negativa a usar paraguas. Sucedió que al verme totalmente empapado, pensé que tal vez habría sido mejor aprovisionarme con alguno de los que descansan junto a la puerta de mi casa, pero luego me alimentó la certeza de que habría sido prácticamente inútil. La lluvia parecía rebotar en el suelo. También lo lamenté hace unos minutos cuando me vi dispuesto a lanzar un par de piedras hacia su ventana y notar mi lamentable estado. Ya sabré si este remedo de arrepentimiento será duradero. Dependerá de usted, de su reacción, naturalmente.

Corrí. Fíjese cómo son las cosas. Uno cree que bajo la lluvia la carrera es contra el tiempo, contra el agua y contra los demás seres humanos que se encogen a su manera para recibir de la manera menos estrepitosa semejante ataque tan desmedido de los cielos. Pero no. De alguna manera un perro, un animalito de esos que se jactan de ser los mejores amigos del hombre, al verme sospechosamente conforme con mi estado cuasi-acuático empezó a ladrar insistente e insoportablemente. Pronto venció el temor al agua y salió dispuesto a cobrar mi osadía, a morder mi piel endurecida por el frío, a amargar de alguna manera el dichoso encuentro que me esperaba al final de este laberinto de calles que me trajo hacia usted.

Huí. Es necesario aprender a evadir ciertos lugares. Un par de fantasmas enormes han pretendido despojarme de lo poco o nada que guardo en los bolsillos. Fueron desconfiados mis ojos y hábiles mis pies para evitar que esta parte de mi cuento fuera un lamento sobre los pesos perdidos, el teléfono extraviado y la tranquilidad golpeada. Estoy intacto entonces, completo. Empapado y tiritando de frío. Y sin nada más que agregar en ese sentido.

Descansé. ¿Sabe? Es largo el camino a su casa cuando no se detiene un solo taxi o bus en el trayecto. Creo que el agua, escondida en mi ropa, aumentó en varios kilos mi peso y quizás por eso nadie me dio cabida en sus carros. Una estela de gotas sobre el suelo podría perfectamente conducirme de regreso, pero esta suerte de Hansel moderno ya conoce ese sendero. Ya he llegado a su casa de chocolate, ojalá caliente. Eso es lo verdaderamente importante.

Como ve, no ha sido la más sencilla y victoriosa de las travesías que pudiera haber emprendido alguna vez. Pero aquí estoy, finalmente, para penetrar en su espacio y colármele entre el cabello, contarle al oído mi desventurada aventura y jugar a regalarle un poquito de calor en esta noche helada y fría.

Empieza a llover. El camino de regreso es largo. Sobra decir que preferiría quedarme a su lado, pero, aun así: preferiría quedarme a su lado.

***

Mientras camino noto con algo de decepción cómo las nubes cubren casi la totalidad del cielo. Es tarde, algunas estrellas se dejan ver a través del agua condensada que presurosa empieza a caer con súbita fuerza. Pero no hay Luna. Y hace falta. No hay faro que me indique el camino para perderme y me temo que, al final de un par de horas, habré llegado al destino de siempre, al inevitable, a la puerta que, al abrirse, no me traerá nada nuevo: un café, algo para comer y, finalmente, la cama, sin ella. Vacía.

Dibujo la Luna y me dejo llevar por ella hacia esa cama que no espera y allí, en el lugar de siempre la encuentro. A ella. Me dejo caer sobre las sábanas calientes. Desaparece el frío. Cierro mis ojos. Usted me abraza. Ha sido una larga y difícil travesía. Pero usted susurra un leve grito en mi oído: "gracias" dice mientras me abraza. Mientras penetra a mi lado mis cobijas y deja que su calidez me cale en los huesos. No necesito más.

Habría preferido quedarme a su lado. Pero llueve. Y aquí está.