martes, 30 de marzo de 2010

Odio este momento del día

Me tomo una leve libertad. Quiero acostumbrar este espacio a sólo ser el reflejo de algo que sería muy pretensioso llamar "mi obra", pero que viene siendo más o menos eso: un conjunto de cuentos e historias que en algún momento de la vida, atropellado por una inspiración fantástica y por la presencia innegable de una musa, aunque esta fuese imaginaria, me dispuse a escribir y, más importante aún, a conservar y más tarde publicar o extender amable y temerosamente a algunas personas que quién sabe qué destino habrán podido darles.

Pero me motiva esta noche, sí, algo de inspiración que no logra enfocarse en una sola línea creativa y que deambula entre recortes, ideas, situaciones, páginas, recuerdos y, claro, una presencia que tarde o temprano –espero que sea lo segundo- tendré que dejar plasmado en un cuento que hace varias semanas empecé a escribir y parece no querer dejarse terminar.

Hoy, esta noche, la musa da paso al silencio. Poco a poco viene caminando hacia mí. Deja tirados en el suelo, como en un camino imaginario todas sus vestiduras: su cabello cae por allí ocultando en una maraña los detalles que han ganado mi atención, su sonrisa se apaga cayendo implacable y silenciosa sobre el piso, mientras que su mirada, sus carcajadas, su voz, sus ojos y cada uno de los detalles que han conformado su imagen se quedan atrás. Llega, entonces, hasta mí. Totalmente desnuda, despojada de sí misma. Y es, esta noche, en este momento del día, un solo silencio, un solo vacío.

Me rehúso a darle cabida esta noche. Sé que pestañeo y la veré. Sé que extiendo mi mano y sentiré el roce de la suya de la misma manera que conservando por un segundo mis ojos cerrados y, prestando atención, su voz rozará mis oídos. Hablará en voz baja, como siempre, y me dirá las palabras que quiero escuchar. Las que supongo que quiere decir. Y si camino, podré escuchar cómo junto a mí otros pasos, que no los míos, marcarán el inconfundible sonido de su marcha. Y llegaremos a destino y nos sentamos a hablar y ella, implacable, se mostrará tal cual es mientras mis ojos buscan en su silueta, en esa fotografía del mundo que dibuja frente a mí, las palabras necesarias para prender la luz en su rostro. Una luz que invita, que tienta, que requiere ser apagada.

Caminamos de nuevo, la plaza llena de gente. La calle que empieza a recibir las primeras gotas de una lluvia, la misma que parece seguir el guión perfecto de una historia que fue escrita semanas antes. Entonces soy libretista y ella es directora de esta realidad que nos rodea. Y mis manos, que no se acostumbraron a cargar sombrillas, se llenan con su luz hecha carne, sangre y sonrisas. Y apagamos la luz mientras el cielo sigue haciendo su parte. Y su torpeza –la de ella- se combina con la mía. Vuelan cristales, amenazan sonrisas, la calle es una sola algarabía y, sin embargo, sólo se escuchan nuestras voces.

Pero inevitablemente, algo, alguien, lo que sea, quien sea, arroja sobre el suelo una certeza, un golpe de vida y de cercanía, la inmediatez del mundo se hace presente en todas sus dimensiones. Abro los ojos y encaro la nueva certeza, arribo resignado a esta hora, a esta ausencia, a este vacío, a esta luz falsa que me alumbra desde la pared, a esta luz que se apagará con un simple clic, con tan solo estirar la mano.

Apago la luz entonces. Abro los ojos y encaro decidido: odio este momento del día.

jueves, 25 de marzo de 2010

Al fin y al cabo

Tenía que mirarla a los ojos para darme cuenta de que estaba allí, esperando a que con un abrazo la dejara en paz y me largara para mis carajos y mis mierdas. Pero no lo hacía, no reaccionaba, no la abrazaba ni era capaz de dejarla sola y sin mí… de dejarme solo y sin ella.

Caminábamos día a día, contando y anotando en la memoria los pasos para, en los momentos de ocio o desespero, recordar y tener palabras; poder armar algunas de las frases que nos alegrarían las tardes de lluvia.

Escampaba y salíamos desesperados a tragarnos por la boca, por los ojos, por cada poro y orificio de nuestro cuerpo el aire húmedo y casi virgen de la mañana, de la tarde, de la noche, de la madrugada.

Lo único que importaba era que estábamos ahí, padeciendo el mundo y el tiempo que nos tocó vivir, con nuestros problemas, que nos importaban sólo a nosotros mismos y que se convirtieron en la única razón, en el único cabo de atar en nuestras vidas.

Dejé, una noche, de mirar cómo sus ojos me decían que me fuera para el carajo o para la mierda o para el infierno… o que me decían que la abrazara, que la amara, que la matara, que me la llevara, que la dejara en paz en mis adentros…

Me fui, sin oír un solo grito ni una palabra que me dijera quédate. El silencio fue entonces nuestra compañía, y nos perdimos, me perdí. Se perdió para minutos, horas, días, semanas, meses, años, lustros, décadas, siglos después, seguirnos buscando, gritando en el vacío las palabras que pedirían el regreso.

Un regreso que nunca fue y nunca será, porque las despedidas, como la de ella, son para siempre. Las cartas escritas con sangre son la forma más rotunda y contundente de decir adiós, hasta nunca, te vi, te jodí, marica, güevón, comemierda, te jodí, adiós…

Yo no volví, entonces (y retomo la historia en su orden) porque encontré al dar la vuelta a la esquina un resumen de las cosas que deberían pasar por mi vida, que debieron haber pasado, y preferí aprovechar para vestir a mi soledad del tinte coloreado de azul y ceniza de una niña linda, de ojos verdes y de alma blanca, un poco turbia, pero mía; después de algunas horas, mía. Al fin y al cabo mía.

Pero fue algo pasajero. Fue un resumen que aprendí y que hoy puedo contar con pelos y señales, con puntos y comas, con paréntesis, citas textuales, notas aclaratorias, versos de poetas prestados y su banda sonora correspondiente.

Pero eso es otra historia, y otra historia es la que me trae a esto y la que estoy contando.

Después de resumir por algunos años quise volver, pero el camino se borró conforme yo me alejaba, así que fue una travesía inútil que no me llevó a ninguna parte. O sí, me llevó a un lugar que no conocía y que había cambiado tanto desde la última vez que lo inventé que ya no sé ni lo que estoy diciendo.

Así son las cosas en mi familia, confusas, perdidas en el horizonte de las sabanas mojadas por las goteras de diciembre y la fuga del lavamanos.

Ella se murió. Lo supe porque Señora Ella me entregó, patética y llorona, un sobre arrugado, sellado y rojo… manchado del rojo de las noticias de un adiós inesperado pero por el que estuve contando los minutos de los días de los meses de los años de los siglos que aun no terminan.

"Me voy, porque te fuiste y porque fui sólo un recuerdo que olvidaste cuando giraste en la esquina…" Algo así era que decían sus palabras y yo, por supuesto, me caí, me cagué del dolor y se me acabó de joder la vida, porque si volvía a buscarla pues lo lógico era que esperara encontrarla para abrazarla y comerme la mierda que me regalaba o que me negaba y para comerme el amor que me regalaba o que me negaba o para, con mis dedos, limpiarle las lagrimitas de niña que aniñaban -aún más- sus mejillitas grandes y colorás, como decía Ña Cinta.

"Así que se fue", dije por fin, mientras Señora me regalaba un besito para el consuelo, y un cafecito para la calma y un besito más para el olvido y un cafecito más para la noche…

"Sí, se fue", me dijo entre beso y tinto Señora y yo no entendía cómo carajos se fue si el que se había ido era yo y que cómo así que ahora se le dio por morirse sumercé si necesito que me diga si al fin sí se va conmigo para el carajo o si me voy solo y la espero o que qué hago…

Preguntas que se quedó sin responderme, pero que algún día…

Pregunté, sin embargo, que cuándo se había ido, pues para saber si iba muy lejos o si todavía no, si todavía la podía alcanzar o si de pronto podía hacerme el favor de decirle a Vivica que porqué se fue hace rato y no me dijo nada, ni un adiós, ni un te quiero ni nada de esas cosas… Y que le pregunté que cómo está todo por allá, y el niño… Que si es niña o si no fue, si es que acaso lo que decían por allá en el barrio que invita a volar, que nada de eso, que de niños nada, que de putas mucho…

Me dijeron que se había ido hacía unas horas y que podía visitarla en la salita de la casa, que allá, aunque estaba prohibido por las autoridades municipales, ella seguía recostada esperando la hora de cerrar las puertas.

Yo fui corriendo, porque en esos años sólo podía correr, las piernas se me habían cansado de caminar y me dolían las almas de las manos y los años de los pies, así que corrí… Usted me ha de entender, y si no pregunte que yo le explico mejor…

Y allá estaba, recostada, incómoda, pero descansando y dormida como si no fuera a despertarse nunca.

Y tan cerquitica de mí y tan lejísimos de mí que me espantó ver sus ojos cerraditos y sus labios sellados a más no poder, y una palidez en su cara que espantaba a las mismas almas del purgatorio o a dios mismo, o al diablo, o al perro del vecino… Estaba blanca, transparente, perdida.

Disimuladamente, con la puntita de los dedos, me acerqué a sus ojitos cerrados y busqué la mirada de abrazos y cosas de esas, pero no pude, porque alguien llegó gritando que era la hora…

-La hora de qué!!!!!! -pregunté.

-La hora de cerrar la puerta, pendejo.

-Jueputa -pensé decir. Pero Jesús, que observaba asustado desde su crucifijo de plata me acusó silencio con la mirada…

Cerraron las puertas, les echaron tierra y una canción sonó, una agüita aromática perfumó el ambiente y los besos y cafecitos de Señora midieron y dividieron los segundos en que vivo ahora. Ella se fue.

Yo a veces la llamo y le digo que cómo está todo por allá y ella me dice que bien, que un poco solo y frío, pero que bien. Que Vivica camina despacio porque los años y el dolor no la dejan correr y el niño, que es más bien niña, la ayuda a pisar el suelo con una muleta de palo, un balso con un sol pintado en la punta que consiguieron en el camino.

También me dice que un día de estos viene (...se despierta, me sonríe, me lleva...) y me invita a irme a vivir con ella. Yo tengo lista la maleta, con unas pastillas para el dolor de almas de las manos y años de los pies que me recomendó Señora.

Señora sigue por ahí dando vueltas por toda la casa, llorando como magdalena de que la carta estaba escrita con sangre y que esta mañana le tiré por el piso el café y le rechacé los consuelos.

Bah, ya se le pasará, o si no me voy y le dejó escritas cartas de esas. Al fin y al cabo yo lo único que quiero es largarme para mis carajos y mis mierdas… Que se joda Señora, yo quiero estar tranquilo. Al fin y al cabo ella, la de los ojos pedigüeños, me va a llevar con ella y con Vivica y con la nenita; al fin y al cabo eso es lo único que espero…

Eso, o llegar a alguna parte que ya me cansé de correr.

Dejo hasta aquí esta historia. Señora Ella me mira desde el otro lado de la habitación y sus ojos me recuerdan, con cierto dejo de repugnancia inexplicable, a otros pedigüeños. Debe seguir triste por el café que le tiré esta mañana. Bah, tendré que amarla. Sólo queda llamar a Grolie y decirle que llegaré tarde a lo de Lena. Que me disculpe con Clarita. En realidad tal vez no llegue. Tal vez esta noche se me acabe el dolor de las almas y los años. Al fin y al cabo, eso, es lo único que espero, eso. Hasta mañana.

lunes, 15 de marzo de 2010

Esmeraldas prestadas

Hablaba de cosas importantes desde el otro lado de la línea. Me imagino que mientras pronunciaba con rabia las sílabas a-ni-llo, unas veces, ó ar-go-lla, otras más, con las yemas de sus dedos acariciaba el aro redondo y brillante. También presumo que cuando se rió, los objetos frente a ella perdieron su atención y ella cerró un poco los ojos, echó la cabeza a un lado y el Sagrado Corazón que cuelga de la pared de la sala de su casa sonrió en silencio admirado por una sonrisa más sonora y más divertida que todas las que conocía. La misma que retumba aun por todos los pasillos, las escaleras, las habitaciones, los baños y los rincones de la casa. Una casa más grande que el silencio. Un silencio que por mucho tiempo ha sido mi homenaje; mi homenaje hacia ella.

Con un carboncillo imaginario dibujé presuroso su imagen en mi mente. Carboncillo de colores, si existe. Así me permití dibujar su cabello del color del trigo maduro, brillante como el sol de la mañana; sus labios enrojecidos, extasiados y embravecidos en una sonrisa violenta y alegre; los ojos, algo cerrados, pero mirándome desde su misterio verde como la esmeralda, despertando en mí la sensación de tener en mis manos, precisamente, una esmeralda. Gema que no es mía, que en cualquier momento me van a quitar de encima. Esmeraldas prestadas, robadas, ajenas. Esmeraldas en mis manos.

Abro los ojos al escuchar el silencio al otro lado de la línea. Ella, respirando en primer plano; sus dedos que golpean el teclado segundo; y, más allá, el mutismo de su casa sin nadie, el mismo del Sagrado Corazón que ya no sonríe por disimular.

Uno no sabe qué decir, pero algo dice. No puedo negar que me alegra un poco la noticia, que siento que se abre frente a mí una puerta al final del túnel: Encerrado en las tinieblas del silencio, escucharla sonreír y oír el roce del metal brillante en sus manos me abre un hoyo por el que entra una luz, tenue, pero luz al fin de cuentas. Y sin embargo no es la alegría absoluta.

    Cuelgo. Me despido más por obligación que por ganas de hacerlo. Salgo a mirar en el silencio bullicioso de la calle las sombras de los ausentes y recuerdo, de inmediato, a Diana. Tengo que buscarla y comunicarle las noticias nuevas que han presentado en la radio. Decirle que me distraje porque Ángela decidió romper su compromiso, pero que nunca dejé de pensar en ella.

En efecto, te busco, Diana. Camino dos cuadras y media, siempre al borde de la acera, siempre girando de cuando en vez en espera del bus que me acercará a ti. Podría haberte llamado ¿pero a dónde? En el bus me dispuse a leer, pero el sol a esta hora quema los cabales y duerme hasta al más preocupado.

Llego a mi destino; o cerca de él para ser más preciso. Ya lejos de mí el bus camino y llego a tu casa Dianita. Al abrirme estás tan adormilada como yo, pero me dejas pasar, invadir tus minutos, solamente unos pocos minutos. Sentado en tu sala, esperando que prepares el café que te acepté, recuerdo a Ángela, con sus cabellos de oro, y te grito desde el otro lado de tu mansión clase media. "Ya no se casa. Ángela ya no se casa".

Dejas caer a un lado y con algo de violencia la taza que preparabas. Pero la tomas rápido, viertes el agua hirviendo. El vapor limpio te humedece la nariz. Bates con una cuchara la infusión. Agregas azúcar, tal como sabes que me gusta, que me agrada; bates de nuevo clac-clac con la cucharita.

Llegas hasta mí sonriendo. Forzando el gesto, eso se te nota.

- ¿Estarás contento? –dices- No se te nota más que perturbado.

- Perturbado estoy. Es imposible dejar de pensar en una puerta abierta, una puerta lejana y abierta. Pero tengo miedo de caminar en estas tinieblas sólo guiado por su dolor y mis ganas.

Recuerda Diana, mientras me escucha, que hace muchos años, despechado como soy, y ebrio como pocas veces, le prometí sonriendo como Angelita, que no volvería a hablar de ella, que la seguiría amando como siempre, pero que le haría un homenaje, que callaría su nombre, sus aes y sus alas, su Án-ge-la, y que el mundo no oiría más que mi silencio.

Borracha, como estaba, Dianita me dijo que esperaba que yo le estuviera abriendo la puerta a su túnel. Evidentemente me cogió la caña. Ebrio, la dejé salir hacia mí. La abracé, la besé. Ella hizo lo propio. Desde entonces, delirante por sus besos y sus tazas de café, con dos cucharaditas de azúcar, embriagado por su nariz humedecida y tibia, hemos seguido caminando juntos.

Mi homenaje sólo tuvo dos excepciones: Ángela y Diana. De cuando en vez y de vez en cuando hablaba con Angelita de ella misma, de Gabriel, de su compromiso y cosas de esas. Igual hacía y hago aun con Diana, que de vez en cuando se me enoja.

- "Angelita. Ángela. Ángela para esto y para lo otro, para lo uno y para lo demás. –Dice en tono sarcástico y remedón- Que se fue y que va a volver. Que Gabriel y que el anillo". –Y remata- Te callas Orlando o te mando pa la mierda. Valiente homenaje le estás haciendo a la famosa Angelita hablando de ella todo el tiempo.

Pero yo la contento rápido porque le digo simplemente que desde que borracho propuse mi homenaje, mi corazón piensa en "Dianita. Diana. Diana para esto y para lo otro…"

Se sienta a mi lado Dianita a hablar de Angelita y de Gabriel. Se te nota el nerviosismo Diana, sabes que apenas pueda te rompo este silencio en la cara y el mundo entero me encuentra hablando de Ángela y clausurando mi homenaje. Pero no te pongas nerviosa, creo que no me iré de ti. Creo que prefiero mirarte a ti. Creo, por lo menos.

¿Y qué si me voy? Pues me esperas Dianita. Tan boba tú. Recuérdate que Ángela se ha portado conmigo como todo menos que como indica su nombre. Más tarde que temprano me verás llorando en tu hombro y hasta abrazando de felicitación a Gabriel por su inminente matrimonio.

Dianita que quería llorar ya no llora y se me echa encima. Desborda la taza el café sobre el suelo y mis manos contienen alegres el cuerpo que me invade. Beso tras beso un carboncillo imaginario tacha una imagen en mi mente. Dibujo de nuevo y una nariz húmeda y tibia, un rostro demasiado alegre, se asoma en la penumbra. Por ahora me quedo, reventado de la risa, gozando ante la luz al final del túnel Angelita… ¡Qué digo! Dianita, quise decir Dianita.

7-Dic-2007