viernes, 2 de octubre de 2009

Iscariote (III)

III


Jesús y sus discípulos caminaban hacia el Getsemaní, lugar en que se disponían a rezar. Su rostro era de tranquilidad, mas en sus ojos se veía el temor por lo que le esperaba. Al llegar al lugar, se alejó del grupo y, a una distancia prudente, dejó aflorar los sentimientos que lo invadían desde hacía mucho tiempo y que ahora se acrecentaban mucho más. Cayó al suelo y pidió al cielo fuerzas para soportar lo que le esperaba; pidió, resignado, que su destino cambiara, pero sabía que no sería así.


Tras de Judas, un grupo de hombres armados se dirigían al Getsemaní. “Hazlo pronto, hazlo pronto” recordaba Judas en voz baja, dándose consuelo, mientras se acercaban a destino. En un instante dudó y se dio vuelta con postura amenazante decidido a deshacer el trato, pero al ver las espadas desenfundadas de los soldados se arrepintió. Mientras caminaba se sentía espiado, como si alguien lo mirara con ojos acusadores. Observó al cielo tratando de pedir fuerzas y en voz muy baja, elevó a Dios una plegaria.


Al ver a Jesús, Judas se quedó inmóvil. Se arrepintió definitivamente de lo que iba a hacer. Iba a retroceder cuando la mano de uno de los soldados apretó fuertemente su brazo y lo empujó hacia el frente. Asustado se dio vuelta y vio como las espadas brillaban aun más con la luz de las antorchas. Pidió de nuevo fuerzas al cielo y brevemente elevó una oración. Se acercó a Jesús y lo besó. Cayó arrodillado dejándose vencer por el peso de su cuerpo, de la culpa. Sus brazos se hallaban sobre el suelo, cruzados, y su cabeza apoyada en ellos. Oyó gritos y el sonido de espadas y cuando sintió el silencio, corrió, con los ojos empapados en llanto y sintiendo el enorme peso de su recompensa.

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