viernes, 25 de septiembre de 2009

Iscariote (II)

II


Las palabras del anfitrión retumbaron por todo el aposento. Los asistentes, espantados, se miraban los unos a los otros como buscando una explicación en el rostro más próximo. Sólo uno sabía lo que sucedía, sólo uno podía sentirse acusado cuando ese hombre, por muchos amado, por otros odiado, pronunció la palabra traición.


Judas Iscariote encogió los hombros y miró fijamente y con sorpresa el rostro de Jesús.”¿Cómo podía saberlo?” se preguntaba en su cabeza. La ambición antes saciada por la promesa de treinta piezas de plata como recompensa era ahora insuficiente. Necesitaba una señal, algo que le indicara qué hacer, cómo actuar. ¿Sería capaz de sentar la estocada fatal sobre la cabeza de quien había lavado sus pies, en un acto incomprensible humildad, hacía tan solo unos instantes? ¿Sería capaz de traicionar al que había sido su guía en los últimos meses? “¿Qué hacer?”, se preguntaba.


La respuesta llego de quien menos esperaba. Mientras los demás en la mesa se preguntaban horrorizados sobre quién sería el traidor, Jesús se dirigió a Judas: “Lo que has de hacer hazlo pronto”. Gotas de sudor frío recorrieron la frente de Iscariote. Sentía sobre sí las miradas sorprendidas y confusas de sus compañeros. Tomó la pieza de pan que se hallaba sobre la mesa, justo frente a él y se la llevó a la boca mientras cerraba por un segundo los ojos. Quería pensar por un instante. Necesitaba un instante de reflexión. La mano se levantaba con lentitud y los demás lo observaban. Al llegar el pan a su boca, le dio un mordisco. Esperaba que alguien rompiera el silencio, Aunque sentía miradas acusadoras sobre sí, miradas que no existían, lo cierto era que nadie acertaba con lo que acaecía. Ninguno de los presentes, salvo Jesús y Judas, sabían a qué se refería el primero y lo que pasaba por la cabeza del segundo.


“Debo irme”, fue lo único que atinó a decir. Se dirigió a la puerta y con cada paso se sentía más y más cerca al final del camino. Voces en su cabeza reían, se burlaban de él. El sudor se hacía más abundante y más frío. Antes de salir volvió su cuerpo y miró de nuevo a Jesús, quien lo observaba con frialdad, lo acusaba con la mirada, mas le empujaba a irse, a marcharse a cumplir con el destino. Dejó atrás la escena de confusión mientras en su cabeza se repetían esas últimas palabras. “Hazlo pronto”.


“Soy sólo un hombre, tan solo un hombre” se decía en voz baja mientras recorría el camino que lo llevaría a donde los sacerdotes, los hombres que le darían una buena recompensa por entregar a quien se acusaba de “falso profeta”. “La historia está escrita y yo, yo… soy sólo un hombre ¿por qué debo ser yo y no otro quien lo entregue? ¿por qué debo negarme a hacerlo?” Las palabras salían de su boca cada vez con más rabia, con más fuerza.


Al llegar al templo, donde se hallaban reunidos los sacerdotes, la cabeza de Judas se hallaba inclinada mirando hacia el suelo. Parecía tener vergüenza. A grandes voces y con abrazos fue recibido por uno de los hombres, quien le extendió con su mano una bolsa de tela, cuidadosamente amarrada por la boca, con treinta monedas de plata, tal cual se había pactado. Judas sintió sobre su palma izquierda el peso de la bolsa. La halló más pesada de lo que esperaba.

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