jueves, 17 de septiembre de 2009

¡¡Snifff!!, dice Angelita

Ángela apareció detrás de la nube de humo, marihuana y extraños. Una línea de coca atravesaba de esquina a esquina el lugar y una inspiración simultánea dejó en vilo el aire, mientras el vacío parecía indicar que el mundo se detenía por un momento. La música, infaltable telón de fondo, asumió con su ruido su espacio en la habitación.

Ella no. Yo no. Extraños, como éramos, nos daba lo mismo que aquel, ella o esos se metieran un mundo de mierda en la nariz. Nos valía nada lo que hicieran o dejaran de hacer con sus vidas. El par de maricas que miraban fascinados mi soledad atractiva, desilusionaron sus ojos mientras limpiaban sus blancas fosas nasales: Ángela iluminó en mi cara una sonrisa. Era evidente que ya tenía mi destino, por esa noche, una dueña.

Mis pasos de baile, siempre torpes, siempre temerosos, se ocultaban bien tras la seguridad de mi mirada fría pero fascinada. Seria pero abierta. Inquieta pero sensata. Ella –defecto que nunca le perdoné- gustaba del sexual paso del reguetón y, algo más sabia que yo en cuanto a son y boogaloo, resignada se pegaba a mí a la hora de la salsa dura.

Las narices impacientes rasgaban en el ambiente oscuro una nueva línea blanca, más blanca que la luna de aquella noche. Un nuevo vacío invadió el espacio. Ella, en sus ojos negros, cruzados por algunos de sus cabellos de ébano, miraba mi inquietud, mis labios ansiosos, mis palabras enredadas entre los dientes, la lengua perdida en la inmensidad de mi boca, ventana de mis razones sin argumentos, de mis deseos sin frialdad, de mi sueño pasajero de esa noche.

Su boca, ahora beso, me invadía de extremo a extremo. Sus labios abrían los míos. Su lengua pretendía mis dientes. Sus dientes pretendían la mía.

El ruido, una nueva aspiración masiva, el baile sexual, los dedos tamborileando las mesas, la traba, la torci, el viaje generalizado, se frenó en seco. Voces autoritarias invadían el lugar. Aquellos corrían a los baños. Aquellas rompían documentos falsos, se comían algún papel, resignaban su destino.

Esposados, decenas de hombres, mujeres, niñas, niños, soñadores, ateos, maricas, negros, gringos, idiotas y sabios salimos y nos encaramamos a un camión de tablas y tubos fríos. Mientras en la calle un atípico barullo atravesaba la niebla de las 2 de la mañana citadina.

A eso de las 10 de la mañana, con las muñecas padeciendo el inequívoco resquemor de las esposas, manchas de tinta en las yemas de los dedos y sin pruebas de nada en mi contra, salí al mundo que padecía un sol de aquellos que saben hacer en mi ciudad.

Angelita descansaba ya en los laureles de sus sábanas blancas, frías y solitarias. La llamé. Su voz dormida y cansada. Guayabo con tono y acento.

“Ven”, supo decir. Sus manos, a la altura de las circunstancias, supieron también abrir la puerta. Nuestros cuerpos, empujados por tanta sabiduría se aprendieron a amar.

Eran las 6 de la tarde y, con la noche cayendo sobre el agotado solo, despertamos cálidos y ausentes. Otra noche empieza en el mundo, en este mundo. Un beso más, una abrazo. No más sabiduría.

Salí a buscar suerte en mi camino sin destino. El lugar elegido es el de siempre. Allí, en un rincón oscuro la música empieza a retumbar. Mis oídos no le son ajenos. Mis dedos tamborilean obedientes al tac, tac, tac, tac-tac de la clave. El humo empieza a surgir de bocas y narices frías. Una línea atraviesa la noche. ¡¡Snifffff!! Susurra la noche.

Ángela apareció detrás de las nubes. Con la naricita blanca y sus ojos buscándome. La noche es joven, la Luna menguante. “¡¡Snifff!!”, dice Angelita. Yo digo “ven”.

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