viernes, 2 de abril de 2010

Deus Writer

Un hombre va a la casa de la mujer que ama y golpea, toco toco toc, en espera de que ella, con sus cabellos tan negros como la noche y sus labios tan frescos como un oasis, le reciba con una sonrisa de sorpresa y amor en el rostro. Ella, por supuesto, no abre, pero se oyen pasos en el interior de la casa; pasos acelerados. Sonidos secos pero fuertes hacen retumbar las paredes. Sigue la puerta cerrada, toco toco toc. Los sonidos, cada vez más repetitivos dos responden.

Una mujer pasa una tarde cualquiera abrazada a un hombre, un hombre, digamos, blanco o mestizo. En la cama, abrazados, vencidos por unos bostezos, observan la televisión. En otra habitación el silencio los escucha. De pronto, sin que nadie lo sospechara, la puerta grita acerca de la presencia de alguien frente a ella. Pam pam pam. Presurosos corren, esconden, saltan, visten, cubren, apagan, tienden. No quieren abrir, pam pam pam.

Una mujer, quiero decir otra mujer, mira desde la ventana las calles frente a su casa: Pasan raudos los autos en vías de un destino anónimo; ciclistas buscando direcciones en las placas verdes de los portales de las viviendas; adolescentes vestidas de uniforme con sus cortísimas faldas riendo o llorando; un par de perros machos cortejando a una hembra. Un hombre, justo frente a la mirada furtiva de la fémina se detiene frente a la casa de los vecinos y toca, tic tic tic. Su mirada, la de ella, se alza un poco y observa en el segundo piso a la vecina, sorpresivamente acompañada, un poco asustada, escondiendo, tapando, apagando. El hombre de afuera se desespera o parece hacerlo, tic tic tic.

Un perro café husmea con su nariz las partes sexuales de su propio cuerpo mientras otro de su género y especie hace lo propio pero bajo el rabo de una hermosa y mugrosa hembra blanca sucia. Un poco de desespero se nota en el andar de la dama canina, mas sin embargo su cuerpo está lejos de empezar a correr. Un sonido, tan tan tan, llama la atención de quien se lame los genitales y aunque la figura no es muy conocida, se limita a mirar sin emitir siquiera un ladrido. Su compañero se ha adelantado y la dama canina lo resiste sobre su espalda sucia y maloliente. Tan tan tan.

El vuelo 452 hacia París pasa sobre la ciudad dejando atrás el insoportable sonido de sus turbinas tratando de romper la barrera del sonido. Por supuesto, como es bien sabido, no lo harán, no pueden hacerlo. Las calles retumban por el ruido. Sin embargo, abajo, en la tierra, se logra escuchar, tac tac tac, un hombre golpea alguna puerta. La vibración de las turbinas agita un poco el suelo, algunos árboles, los vidrios de las ventanas y un par de autos que disparan sus alarmas. Tac tac tac.

Es la tercera vez que llama. Nadie abre, nadie responde. Un perro mira con gesto amenazador mientras una mujer arroja agua fría sobre otros dos caninos que intentan reproducir una vez más la especie. Los sonidos en el interior de la casa han desaparecido. Toco toco toc. Su mano lanza una pequeña roca, minúscula, hacia la ventana de arriba. Toc. Nadie responde, nadie abre. Adiós.

El pobre hombre, frente a su casa, mantiene cierta preocupación en el rostro. La vecina quisiera abrirle su puerta y dejarlo entrar. Ella también necesita compañía. Ella tampoco la tiene. Su atención, la de ella, se dirige ahora hacia unos perros callejeros. Corre, llena de agua un balde, sale a la ventana de arriba y arroja, con puntería certera, el líquido helado sobre los agitados y lujuriosos perros. Ladran, lloran. Se van corriendo. Tic tic tic. El hombre se va.

Su respiración es agitada. Pam pam pam. Tocan de nuevo al otro lado de la puerta. Un avión, la alarma de uno o dos carros se oye en la lejanía. Varios ladridos cortan el silencio de la calle de enfrente, inmediata, y opacan el ulular de los autos y el tremebundo paso de las turbinas. París nos deja. La ventana llama o alguien afuera lo hace. Uno o dos minutos después, el silencio. Agitada, aún, mira a su alrededor y sus ojos se detienen en los de él, quien también la mira. Es mejor no seguir adelante. Pram. La puerta de la calle se cierra. Su acompañante deja de serlo y se va para siempre. Ella, desconsolada y radiante, sube la escalera, tlac tlac tlac. Adiós.

Deus Writer, sentado en una cafetería cualquiera, escribe mientras el humo de un café oscuro y sin azúcar invade el ambiente. En su mano derecha la pluma, en la izquierda la bebida caliente. Sus ojos, por encima del marco de sus gafas observan detenidamente el paisaje solitario o mejor desolador que se teje a su alrededor. Una mujer escondida tras una cortina observa y desea a un hombre joven y atractivo que golpea en la puerta de la vecina de al frente; detrás de aquella puerta un él y una ella enfrentan la realidad y deciden dejarse el uno sin el otro para siempre. Un perro, por curioso, pierde la oportunidad de aparearse y mira, con resignación, cómo su amigo se agita sobre una bella y mugrosa dama canina.

Writer escribe velozmente sobre el papel amarillo tratando de plasmar en él antes de que desaparezcan las ideas que lo abordan. El humo del café empaña un poco los lentes de sus gafas. De pronto el cielo retumba y un avión corta el cenit. Deus Writer mira hacia arriba a través del pequeño ventanal que enmarca sus ojos, a través del inmenso ventanal que enmarca la cafetería. París nos deja. Una gota salada asoma en sus ojos.

Las ventanas se cierran a la calle. Los perros se van y el agua que antes mojó a un par de canes agitados se evapora y sube a los cielos. Una mujer cierra las cortinas y se derrumba sobre su nuevamente solitaria cama, llora. Otra dama se detiene tras su ventana y mira el paso de las horas, los carros, los ciclistas, los hombres. Un hombre, en alguna parte de la ciudad, se sienta a mirar el paso acelerado y delicioso de las mujeres, jóvenes o no tanto. Una libreta de hojas amarillas se cierra con impaciencia. En el horizonte un avión desaparece tras las montañas que rodean la ciudad. Otro hombre se acerca a una puerta, toco toco toc; nadie responde, nadie abre. El café se acabó, París nos deja. Adiós.

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