jueves, 11 de febrero de 2010

Vivianne

Si se despierta seguro que me sonríe y me mira a los ojos y me dice que me quiere. Cómo no me va a querer si llevo más de una hora con su cabeza en mi regazo, acariciándole con estas manos torpes la cabeza, el cabello, las manos; tocándole con mis fríos dedos sus labios rojos y tiernos, tan tiernos como cuando dicen te quiero amigo y yo, embrutecido por su aliento maravilla, le respondo con el temblor de mis piernas y ella no puede más que sonreír.

La fiebre de su frente ha cesado y por más de un año estuve creyendo que los últimos días a su lado eran los que vivía en esa época, cuando caminábamos por las calles de Bogotá como quien recorre las de Santiago, o viceversa. Ella, tomada de mi brazo, aferrada a mí como si fuera el tronco o la piedra que no le permitiría ahogarse ante el caudal incesante de las circunstancias, que la llevaban más al otro mundo, al mundo de los durmientes eternos, que a este, mi mundo, el mundo de los que la amamos, el mío. Mi mundo.

Esos días fueron insoportables. Ella me decía gracias amigo o te quiero amigo y la voz se le perdía como en un susurro sin final. Pero no era un susurro cualquiera. Era el susurro del final de la tarde cayendo a un abismo sin fondo. Era el susurro de las calles de Bogotá a las tres de la mañana, queriendo esta ciudad ser Santiago, y viceversa. Era el susurro de quien permite a la vida entrar a su cuerpo, recorrer el tibio trayecto de su nariz hasta sus pulmones, recorrer las venas, montada en su sangre rojo eterno, bajar de la cabeza a los pies, volver a subir y querer escapar por sus mejillas, esas mejillas suyas que se sonrojan ante el temblor de mis rodillas y que más tarde se convertirán en un eterno te quiero amigo.

Pero esa vida quería negarse a entrar y mi niña desfallecía. Mi María, le gritaba yo, y ella, pálida y fría como quien cae al abismo de las tres de la mañana en Bogotá o en Santiago, apenas si me respondía. Tal vez ni me escuchaba, pero yo gritaba y gritaba hasta el cansancio y mi niña, adormecida en el frío eterno, temblaba en su voz y me decía, ojos entreabiertos (o entrecerrados, que es mejor para decir que alguien está muriendo), tranquilo amigo, te quiero amigo, y dormía, en mis brazos, sin importar nada más en este mundo que el sueño tranquilizador que a mí me dejaba pasmado, espantado, con ella entre mis brazos. Y solo en mi mundo de vivos, sin ella.

Hoy mi niña duerme entre mis brazos, como en esos días, pero ya no hay palidez en su rostro. Hay tranquilidad en sus sueños y en mi mundo, en este mundo que de a pocos vuelvo a construir pero con ella, con mi musa, mi María. Lejos del abismo del silencio, el abismo suspirante y suplicante que hay entre Bogotá y Santiago, o viceversa. Lo importante es que ella está aquí y ya no hay pasado que importe, ni futuro. Ella está en mis brazos, otra vez. Esta vez como otras tantas hace ya tanto.

Pero tal vez despierte y si despierta le diré te quiero amiga, y ella dirá gracias amigo y me temblarán las rodillas y lo sentirá y sus mejillas sonrojadas gritarán por mi beso. Mis labios entonces se acercarán a ella y, con sus ojos cerrados, me dirá te quiero amigo. Y yo temblaré y pensaré cuánto te quiero mi María.

¿Y si no despierta? El mundo se quedará dormido entonces. Para qué despertar ante el abismo sin su sangre, sin sus mejillas sonrojadas, sin su aliento enternecedor. Ante quién temblarán mis rodillas si su silencio se presentará como la excusa para gritarle a mi niña ¡Mi María despierta! y ella, tal vez, ya no despertará ni me dirá tranquilo amigo.

Y yo seguiré espantado, pero será un espanto eterno. Me levantaré de esta silla, acomodaré suavemente su cabeza sobre el brazo de este sofá, miraré por la ventana a ese cielo azul y negro abismo y pediré al cielo, un cielo sordo, mudo y muerto que me lleve.

Pero nadie responderá y mi voz se tornará difícil y más débil de lo que es, mis pasos lentos ya no irán a ninguna parte, el abismo se hará entonces más suspiro que nunca y la vida se me convertirá en la búsqueda del final de su suspiro interminable, inconcluso. Pero mi niña despertará, de eso estoy seguro.

Sólo que hace tanto tiempo que no lo pensaba. Ese "y si no despierta" se me había convertido en un mal recuerdo, un sueño sin pasado y sin futuro. Pero hoy me lo pregunté y volvió la preocupación. Pero sé que mi María despertará.

Y al despertar va a sonreír y me contará de sus mil paraísos conmigo y sin mí, de sus juegos de azar y de muerte, de príncipes vagabundos y princesas que nunca despiertan y que miran hacia sus adentros pensando en cómo despertar y mirar a su príncipe, observándolas, pensando en cómo sonreirán cuando despierten y le digan a su querido príncipe, te quiero príncipe y a éste le tiemblen las rodillas. De princesas que piensan esto, pero nunca despiertan. Y ella, mi María princesa, saltará de mis brazos y me dirá, espantada, que casi no puede despertar, y ahora quien sonríe soy yo y la miro y le digo te quiero amiga, y ella pálida me besará mis mejillas, sonrojadas.

Ya despertará mi niña. Pero cómo va a despertar si debe estar cansada; cansada de este mundo que no ha hecho más que quitarle tiempo para soñar en sus paraísos y príncipes y cosas. Ese mundo abismo que le roba mi presencia y a mí la suya y ya no podemos estar juntos más que en ratos como ahora. Ese mundo negro y azul, suspiro sin final que le dice que se va a morir cuando menos lo piense y yo sin saber qué hacer la veo llorar y lloro con ella o salgo a correr por las calles de Santiago o de Bogotá, me da igual. Y descanso. Debe estar cansada mi niña.

Yo la dejo descansar. Que descanse, porque si despierta voy a llevarla a caminar largo por Bogotá o Santiago, bajo el frío de las tres de la mañana, al borde de ese suspiro abismo negro y azul. Y bajo la luz del alumbrado público abrazarla fuerte hasta que sus mejillas se sonrojen y entonces besarla por primera vez en mi vida en su boca aliento y ternura y ella me va a decir que me ama, pero antes, al despertar, me va a sonreír.

El cuerpo de mi niña ha temblado un poco, ha dado un salto extraño, se ha encogido un instante para volver a expandirse, a extenderse sobre mí. Yo no puedo hacer más que llorar y rogarle en silencio que despierte y me sonría. Pero antes debo dejarla sobre este sofá, abrir la puerta y decirle a Blanquita que limpie ahí blanquita, no sea que mi niña se despierte y se espante con esa sangre rojo eterno que brota de sus muñecas hace ya tanto tiempo. Duerme mi niña, duerme que ya voy a ayudarte a limpiar el rojo abismo, el mundo negro azul inconcluso.

Tranquila mi amiga, ya va a dejar de llover sobre este mundo abismo sin príncipes ni paraísos, abismo sin ti y sin tu aliento. Duerme, descansa mi María que cuando despiertes voy a llevarte a caminar largo por mi ciudad, esta ciudad sin ti, conmigo y viceversa.

Si se despierta seguro que me sonríe. Entonces, iré con ella.

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