viernes, 1 de octubre de 2010

Hace frío

Habíamos aceptado todo. Renunciaría yo a la comodidad de mi letargo, a despertar tarde en la mañana, a la dichosa soledad de ver televisión sin considerar perdido un solo minuto, a la tranquilidad de quien tarda una hora en la ducha sin más complejos que el sentimiento de culpa que produce el alto costo del recibo que se paga a mitad de cada mes.

Ella, por su parte, renunciaría a su ciudad, a su tranquilidad, a la cómoda soledad desde la que me había encontrado. Dispuesta estuvo a dejar de una vez por todas que al otro lado de la cama se empezara a dibujar mi silueta y el calor de mi espacio empezara a quedarse allí para siempre. Dejaría para después su vida, quizás abandonada para siempre, con la sospecha de que ese "para siempre" me tendría a mí como protagonista.

Imaginamos las noches en que la nevera repleta de mil y una cosas no nos ofrecía lo que buscábamos: Coca-Cola. Pensamos en lo lindo y maravilloso que sería salir al frío bogotano, arropados con cuanto abrigo encontráramos en los cajones y, siempre agarrados de la mano –mejor- abrazados, caminaríamos hacia algún supermercado de esos que abren las 24 horas. Nos detendríamos en cada esquina para decorar con un nuevo beso la noche y seríamos, la ambición era grande, sencillamente felices.

Los reencuentros de cada noche serían, dijimos, como la primera cita en nuestras vidas: una cama llena de flores, una puerta que se abre, una habitación vacía, unas manos cubriendo unos ojos, quizá una venda, una pareja que se deshacía y derrumbaba hacia el abismo claro del placer, unos ojos cerrados, un suspiro, mil besos, una explosión y, finalmente, una mirada.

Sería, sin duda, una historia memorable de esas que no se escriben todos los días. Iniciaría como esa noche en que decidimos hacerlo. Al hablar, durante horas, surgieron las posibilidades: su certera e ineludible llegada a Bogotá, mi insoportable necesidad de huir de mí mismo, sus ganas de sentirse por fin dueña mía y poseída por mí, la tentadora imagen de sus lentes y los míos durmiendo en la misma mesa de noche, nuestra innegable urgencia de ser salvados y rescatarnos mutuamente de la soledad.

Recuerdo que, mientras ella me hablaba al otro lado de la línea, salí a caminar bajo el frío de la noche. A nuestra manera dijimos que sí a todos los sueños que construíamos de tanto hablar como quien –dijo el poeta- hace camino al andar. Finalmente, mientras la luna me miraba y el brillo de la alegría explotaba en mis ojos (creo a ciencia cierta que igual sucedía en los suyos): pregunté. Ella respondió afirmativamente. Preguntó. No fui menor a las expectativas.

Pero nuestro mutuo y feliz "sí, acepto" terminó por enfriarse con la distancia. No logré huir de mí y ella se sintió poco capaz de salvarme de mi soledad, prefiriendo no renunciar a la suya. Poco a poco se nos fue apagando la explosión que decoraba nuestros rostros y la vida, esa genial libretista con sus giros dramáticos, nos permitió una última llamada, un adiós que parecía adueñarse del "para siempre" que habría querido tener mi nombre. Y nos fuimos.

Hace poco hablé con ella. Supe que su inevitable llegada a Bogotá parecía no tener más plazos posibles. Supo que mi huída de mí seguía siendo una empresa inviable.

De las últimas cosas que me dijo recuerdo con absoluta claridad un par; de esas que se graban en la mente y que el cerebro no sabe qué hacer con ellas, qué orden dar al cuerpo. Confieso que entre la alegría que me da saberla bien y tranquila y algo feliz, se me cuela cierta nostalgia bien disimulada. Dijo que había logrado olvidar rápidamente y que en su llegada a Bogotá un "Sí, acepto" la esperaba, viviría con alguien y se daría la oportunidad de llenar con un nombre distinto al mío ese probable "para siempre". Ah, dijo además, que ya no toma Coca-Cola, algo que consideré poco menos que una traición tan alegremente perdurable como su sonrisa.

Por mi parte diré que de vez en cuando mi nevera me obliga a salir a la calle protegido de mi abrigo favorito en busca de una Coca-Cola. Nadie me habla al oído y me permito el lujo de reír cuando la Luna se deja ver, quizás recordando esa caminata en que aceptamos darnos la vida entera. Sigo en Bogotá y seguiré aquí por tiempo indefinido. Lo más cerca a un "Sí, acepto" que he tenido se fue sin preguntar –ni dejarse preguntar- nada digno de esa respuesta. A veces la recuerdo. Hace frío.

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