miércoles, 27 de octubre de 2010

Tres

I

Amanece. Una leve llovizna cae sobre la ciudad y la tímida luz del sol, junto a las gotas que resbalan lentamente en la ventana, conforman una mágica postal que, de tener una cámara a la mano, podría ser inmortalizada. Pero este no es el caso. Más tarde, cuando el calor empiece a crecer y el rocío, junto con la lluvia, sea apenas un recuerdo, no habrá tal imagen. Sin embargo, él se atreve a soñar. Hay luz y lluvia y magia y postales eternas y esperanza en el mundo. Podría darle un nombre, pero no se atreve a pronunciarlo. Hay que salir a la calle y toparse con ese nombre hecho carne. La imagen que le devuelve el espejo es perfecta, ni un cabello fuera de lugar. Su vestido es impecable. Su aroma, inconfundible y atractivo. Sólo un detalle para tener en cuenta: para el resto del mundo, este, es un día cualquiera.

II

El horizonte permanece intacto. Las horas pasan, pero la imagen a través de la pared –poderes mágicos de las princesas- está en el mismo estado en el que la había dejado horas antes. Ella, fragante y luminosa, como su sonrisa, espera a que aparezca por la puerta el dueño de sus pensamientos. Torpe, con unos ojos que brillan al mirarla, con unas manos que no saben qué hacer y unos labios que, esta vez, como otras, tampoco sabrán que decirle. Pero espera. Es desconocida la sensación, el temblor en las piernas, el sudor frío, la sonrisa nerviosa. Es extraño el afán que la sacó temprano de su cama esa mañana, la obligó a buscar en el espejo la imagen más agradable, a perfumarse, a decorar su rostro con la más mágica de las sonrisas. Obligada, como ahora, ansiosa, a esperar.

III

La puerta se ha cerrado. En una esquina el hombre más feliz del planeta abre un cuaderno sobre su pupitre. En un rincón, casi opuesto, la clara y límpida mano de la mujer más alegre del mundo escribe alguna fórmula matemática sobre la hoja cuadriculada. Rumores, preguntas, lecciones, campanas, lápices, risas, horas, ruidos y un universo entero ocupan la mañana. Ellos, él y ella, esperan. Llega el final del día. El afán, una mirada cruzada en la distancia. Una sonrisa leve en el rostro de ella. Un temblor imperceptible en las piernas de él. Fin de las clases. La puerta se abre y el barullo se desborda. Quedan ellos solos, ocupando el salón. Una mirada más, otra sonrisa. Una mano –la de él- extendida; una mano –la de ella- que se deja atrapar. Caminan juntos sin cruzar palabra alguna. El colegio, con sus lecciones, sus cuadernos y sus fórmulas, queda atrás. Y dos bocas que buscan un primer beso, empiezan a escribir una historia que, aunque termine al final del año, durará para siempre.

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