jueves, 17 de febrero de 2011

Luz Diana

Tenía unos ojos verdes y enormes. Su cabello largo color castaño oscuro era coronado, según lo recuerdo, por una aparatosa hebilla azul que parecía formar una flor artificial, algo muy parecido a una rosa. Insisto: apenas algo muy parecido. Las manos, las suyas, parecían demasiado limpias y cuidadas para ser las de una niña de apenas 5 años, edad que teníamos los dos cuando la conocí.

Nuestro primer encuentro fue una fría mañana en la que tras una larga sesión de llanto y pataleta infantil, me rendí a la realidad que enfrentaría durante el resto de mi vida infantil y adolescente. Dejé que mi mamá se marchara y que, tras su partida, la pesada puerta café de mi colegio, me dejara encerrado con una cantidad de niños, unos más grandes, otros más chicos que yo, a los que no conocía.

Mi puesto en el salón de Transición, primer grado de aquel pequeño colegio que sólo ofrecía estudios hasta el quinto de primaria, fue justo frente al de la profesora Mercedes, una robusta mujer con ya sus buenos años encima, que sin embargo lograba manar un cariño que, junto a su hermana, la profesora Tina, marcaron una época en mi vida en la que todo resultó ser fácil. Pero de eso hablaré en otra ocasión.

Fue Mercedes la que me presentó a Luz Diana: Luego de terminar la primera plana que hice en mi vida, llamé a la profesora para manifestarle mi alegría en forma de círculos y palitos, mal que bien culminada en una hoja de papel. Al ver el regular resultado de mis trazos torcidos y torpes, me pidió prestado mi borrador. “No tengo”, supe decir con menos decisión que antes, al exhibir mi opera prima.

Fue entonces cuando pronunció su nombre: “Luz Diana”, dijo. Y vino hasta mi lado la linda muchacha que arriba, más o menos, empecé a describir. Desde entonces la recuerdo. Siempre seria, siempre con esos ojos verdes y grandes. Siempre con una sonrisa que, también, siempre me fue ajena.

Trato de recordar las pocas veces que su cara fue más que la frialdad hecha niña, y tal vez fueron apenas dos veces. La primera de ellas casi cuatro años después de nuestro primer encuentro cuando, ya bien posicionado en mi lugar de estudiante del montón, rozando el límite de la mediocridad, en menos de 20 minutos, preparé la exposición que no planeé en las dos semanas que tuve para ello. El resultado fue un 8.0 en la calificación, sólo afectada por la falta de una buena cartelera que apoyara mi discurso. Los dos puntos faltantes para la nota perfecta me los dio ella, toda sonrisa, toda ojos brillantes, toda palmas.

Fue mi cómplice en ese momento de gloria y en los anteriores de desesperación. Sentada a mi lado, por esas cosas del azar que fue benévolo conmigo esa mañana, fue la primera en informarme de que ese día yo tendría que hablarle a toda la clase. También me prestó el libro que –costumbre bien aprendida- olvidé en algún rincón de mi casa.

La otra sonrisa me la regaló una tarde cualquiera, cuando mientras mi cabeza se despreocupaba por las notas miserables que me serían suficientes para pasar el quinto grado, mis pie derecho regresaba desnudo al colegio luego de un cerrado partido de fútbol en el que me consagré como la figura, no sólo anotando cuatro goles sino atajando disparos increíbles luego de ser relegado al arco, tras una patada criminal lanzada por Yesid, un buen tipo que, sin embargo, descargó en mi tobillo toda la bronca de su derrota. El juez apenas le sacó tarjeta amarilla. Yo estaba ocupado llorando, no tuve tiempo de reclamar.

Al regresar al colegio, como decía, mi pie derecho muy inflamado llamó la atención de profesores, compañeros y algún curioso colado aquella tarde en las instalaciones del pequeño edificio. Luz Diana, preguntó a Mauricio, profesor de mi curso y árbitro de aquel épico encuentro, sobre lo sucedido.

Tal vez arrepentido por la benévola sanción proferida contra Yesid, Mauricio no ahorró elogios para destacar mi actuación. Mientras masajeaba mi pie con algún pedazo de hielo y un ungüento, nrró cada gol con la pasión de hincha furibundo y cada atajada como un desbordado poeta balompédico. Por fortuna mis lágrimas quedaron entre él y yo… y Yesid. Y los demás jugadores.

Ella, con los ojos brillantes y extasiada hasta el alma con el fantástico relato, giró su rostro hacia el mío. Sonrió con la magia que se permiten tener las jovencitas de 9 años y, con la voz más dulce que jamás sus labios pudieran emitir, me felicitó. Dijo que esperaba que mi pie mejorara y salió corriendo, coloreando el colegio con el aroma a rosas de su cabello y mi vida con el luminoso brillo del recuerdo.

Las siguientes semanas fueron las últimas en las que pude ver a Luz Diana. Terminó el año escolar y, como predije, las notas bajas no fueron suficientes para impedirme salvar el curso. Nunca más la volví a ver. De vez en cuando busco su nombre en Facebook y cosas similares, pero no atino a dar con un par de ojos verdes y grandes que se parezcan, siquiera un poco a los de ella.

Cuando llegué a la adolescencia pensé en retrospectiva en Luz Diana y su generalizada indiferencia conmigo. Pero era más que indiferencia, era casi un rencor, tal vez un asco que no se compadecía de sus manos hermosas y límpidas. Recordé, después de mucho pensar, el desenlace de nuestro primer encuentro.

Un final escenificado en un salón casi vacío, Mercedes con un trapo en sus manos, mi cabeza avergonzada escondida bajo mis brazos, mis pantalones mojados y Luz Diana, asomada desde la puerta, tratando de comprender por qué el nuevo alumno no había sido capaz de ir solo hasta el baño.

Mis jornadas futbolísticas, en adelante, sufrieron un franco deterioro y, aunque logré convertirme en un portero más que destacado en campeonatos escolares, mis victorias futbolísticas se cuentan con los dedos de una mano. Ah, cada vez que me acuerdo de Luz Diana, me duele un pie. Y sonrío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario