viernes, 11 de febrero de 2011

Ventanas

Canela el color de la piel, negro el de los ojos y el cabello y unos labios que parecían la personalización misma de la sensualidad hecha carne. La voz, esa explosión ronca en la distancia, parecía el efecto de imprudentes años de whisky que agradecí en silencio la primera vez que la escuché.

No podía ser más completo ese conjunto. Sus pechos se insinuaban enormes al otro lado de la pantalla y mi primera impresión fue la de una cintura delgada que coronaba las piernas más largas, estilizadas y hermosas que han podido percibir ojos masculinos alguna vez en la vida. Más tarde comprobé que, aunque algo inexacta, mi suposición resultó prácticamente acertada.

Esa imagen, vista tantas veces al otro lado del país y de la pantalla de mi computador, otras veces –muy pocas, por cierto- frente a mí, era la que venía a mi cabeza esa tarde en que la abordé lanzando piedras en esa ventanita blanca y bendita del Gtalk.

Hablamos. Ella en su oficina, yo en mi casa disfrutando de las mieles del desempleo. Nos extrañábamos lo suficiente como para saber que necesitábamos encontrarnos en alguna habitación, aunque esta fuera virtual. Pero nuestros espacios reales nos lo impedían. Las palabras, una vez más, las mismas que sirvieron para captar su atención, eran hoy mi arma para atraerla hacia mí, para retumbar ahora más allá de sus oídos y empezar a producir ecos en su vientre, en sus piernas, en su pecho.

Mi mano empezó a recorrer con todas sus cuatro letras las rodillas, el estómago, insinuando con las palabras “dedo”, “palma” y “yema” la silueta e sus senos, el mundo ausente que descansaba en su entrepierna. La recorrí plena y aun la blancura extrema de su ventana, su ventanita, empezaba a empañarse con la humedad que empezábamos a aprender a reinventarnos a través de la distancia y la ausencia.

No me extiendo en detalles. Se sabe que no es mi estilo. Pero pronto nos vimos desnudos, uno frente al otro, al borde el éxtasis. Esa frontera difusa en la que no sabemos qué tan lejos está el comienzo o qué tan lejos el final. Regresar al principio o avanzar hasta el final requiere el mismo sacrificio.

“No siga”. No bastó más, nada más para detenerme. Me pidió un segundo que se extendió por varios minutos –así son estas cosas-. Un instante que quizás me fue igual de útil y necesario. Salió a tomar aire, supe después, buscó con la punta de sus dedos el frío refrescante del agua a través del grifo.

La mirada siniestra (fantástica) de sus ojos negros, acompañada por una sonrisa del mismo talante, la saludó desde el espejo. Siniestra y radiante, claro está.

Regresó con esa pose infame hasta su asiento y golpeó con cuatro letras en mi ventana. “Hola”, escribió. Describió la urgencia que la llevó a obligarme al silencio, con la misma mirada y la misma sonrisa dibujando su rostro. Sabía que la imitaba sin pretenderlo.

La conversación prosiguió por otros rumbos. El color de la tarde en su ciudad más claro que en la mía, la lluvia que se ensañó con esta última y el sol que hacía lo propio con las calles que ella recorría.

Una mirada negra y siniestra (fantástica) vino en la noche desde otra ventana en mi pantalla. El “No siga” de horas antes se convirtió en un incitador “continúe” pronunciado en voz alta y ronca. Obedecí. Mientras, sus ojos negros me miraban fijos y brillantes desde el otro lado de la ventana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario