viernes, 25 de febrero de 2011

Un café con azúcar

La imagen abrió un mundo de posibilidades. Podría largarse sin dejar rastro y no volver nunca. Cerrar para siempre cualquier vía de contacto. No responder llamadas. No contestar mensajes en su correo. No abrir la puerta de la casa. Contar con el silencio cómplice de sus amigos. Desaparecer para siempre. Dejarla sola, sola y culpable. Sola y miserable a pesar del placer que sentía en esa postal imaginaria que le había regalado sin pretenderlo, sin saberlo, sin proponérselo.

Fabián bajó las escaleras, salió a la calle, cerró la puerta con particular delicadeza para no hacer el más mínimo sonido y se sentó a pocos metros de allí a contemplar la joven noche, la gente que pasaba por allí, los perros que ladraban a la luna. Las sombras inmóviles que apenas imaginaba al otro lado de la ventana, de esa ventana que ocultaba a Norma.

Al mirar hacia la nada, por un instante, recordó de nuevo esa tentadora posibilidad de venganza: desaparecer. Se planteó seriamente hacerlo, calculó probabilidades y encontró cómo no sólo era muy posible lograrlo con éxito sino alimentarse con la idea de que Norma empezaría a llorar con el paso de las horas, los días, el silencio sepulcral que le regalaría en respuesta a su postal.

En pocos minutos trazó un plan que muy cerca se encontraba de la perfección. Llevaría a cabo la idea que había surgido temprano esa mañana y que consistía en tomar el apartamento que habían desocupado frente al suyo. La vista le encantaba y el precio no era mucho mayor. Además sabía que podía trasladarse de inmediato y sin necesidad de gran ayuda.

En la cabeza ya tenía las palabras que les escribiría a sus amigos para explicarles que no deseaba tener contacto con Norma por ninguna vía y se inventó una buena estrategia para que ellos sirvieran de cómplices a su silencio. Establecería como regla fundamental la de no responder llamadas de teléfonos desconocidos, cambiar de manera radical los sitios de rumba frecuentados, así como las salas de cine, los museos y los horarios de sus actividades.

Intercambiaría con algunos de sus compañeros los turnos de trabajo y no le parecía gran sacrificio volver a esos horarios que empezaban en mitad de la noche y terminaban cuando el sol ya se había declarado amo y señor del cielo. También pediría un traslado de sede, posibilidad que sí se presentaba muy improbable pero que, de resultar, haría más fácil su intención de volverse invisible para Norma. Sería un seguro prescindible a la vez que la cereza sobre el postre que sentía estar preparando.

Finalmente, la familia. Ese se convertía en el asunto más crítico del plan, pues no sabría cómo encarar las preguntas de sus hermanos o sus papás o sus primos, siempre tan atentos, siempre tan serviciales con la hermosa Norma, a la que consideraban el amor de la vida de Fabián. Tendría que enfrentarlos. Decirles la verdad cruda y pura y explicarles a grandes rasgos su plan. Pedirles ayuda para llevarlo a cabo, rogarles de ser necesario para que participaran en él y, en caso de fracasar, simplemente ordenarles cumplir con esa voluntad so pena de desaparecer también de sus vidas.

Abrió los ojos sorprendido por una voz desconocida y extraña que poco a poco se abrió paso en la oscuridad de la noche para convertirse en una sonrisa asquerosa, sucia, maloliente. Solicitaba caridad, alguna moneda, algún pedazo de pan. Lo espantó con un frío “no tengo” y esperó, con la mente distraída, a que el invasor se fuera.

La distracción vino saludable. Reconoció en sus adentros que su plan, si bien probable a pesar de lo difícil, tenía algo que lo hacía parecer muy radical, casi peligroso para su vida social. Se convertiría en una especie de renegado venido a menos. La escena en la que se veía enfrentando de manera tan fuerte y decidida a su familia no parecía suya, la sentía posible y lograba visualizarse en ese papel, pero se sabía extraño. No podía siquiera fingir una sonrisa al imaginarse en esa situación.

Y se empezó a derrumbar allí su plan. Si temía convertirse en un monstruo capaz de renunciar a su familia, qué podría detenerlo a la hora de enfrentarse a algún amigo que se negara a secundarlo en su plan. El trabajo también podría verse afectado y, quizás, renunciaría a él ante el primer obstáculo que pusiera en el camino de sus propósitos.

Meditó un segundo. Nada le pareció demasiado. Sucedería como lo pensó. Renunciaría a todo de ser necesario. Empezaría de ceros si la vida lo obligara a hacerlo. Desaparecería de la vida de Norma. Ese sería su último regalo. Su último homenaje. Lo había decidido.

Se levantó decidido de la silla y caminó de vuelta a su apartamento dejando atrás la ventana, la casa, la escena que lo había llevado crear con prisa y una enorme rabia contenida un plan casi perfecto. A cada paso se sentía más satisfecho y se iban resolviendo solos los pequeños detalles que podrían retrasar o afectar sus objetivos.

Llegó a su edificio, subió las escaleras, abrió la puerta y se encerró en las cuatro paredes en las que descansaba lo que a la mañana siguiente serían poco más que los muebles en los que dormiría su pasado. Al recostarse en la cama sintió el enorme peso de los enormes ojos negros de Norma que lo miraban desde una foto en la mesa de noche.

Con la resignación del desesperanzado suspiró su nombre. “Norma”, dijo, mientras sentía que su plan se derrumbaba lenta e inevitablemente. Comprendió, bajo el magnetismo de la mirada transparente y la sonrisa implacable de la foto que su problema no era desaparecerse de la vida de ella, sino desaparecerla a ella de la suya.

Por eso, al amanecer salió de inmediato a buscarla. Llamó a su puerta y, al abrirse, apareció el rostro cansado y adormilado de Norma. Al verla no pudo evitar que la postal de la noche se hiciera presente. Buscó sin querer encontrarlo al hombre sobre el que ella cabalgaba exultante de placer. Su mirada había perdido la transparencia que lo había fulminado desde una foto y percibía su sonrisa como la falacia más grande de la mañana.

Ella le ofreció un café. Fabián lo aceptó con la más hipócrita de sus sonrisas. No bastaron las cinco cucharadas de azúcar para borrar la amargura de su boca. No bastaría una tonelada de dulce para evitar que entonces, y sólo entonces, empezara a odiarla.

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