lunes, 30 de agosto de 2010

El muro que mis dedos buscan penetrar

Esta noche hablaré de princesas. De esas que tienen poderes mágicos y logran detectar la luz del horizonte aunque sus ojos tengan en frente un enorme, pesado e infranqueable muro. Esas que, además, cometen la mágica torpeza de hacer volar la comida por los aires, manchar un poco sus vestidos y reír con sonoro estrépito.

Frente a ellas puede haber un príncipe desinteresado en sus historias, un ogro con ganas de tomarse un café, un plebeyo soñando demasiado o, digamos, un flautista algo hastiado de espantar ratas con sus melodías y más preocupado por hacer sonreír a la princesa con una historia torpe o con una torpeza histórica, cualidad que ha aprendido a disfrutar en noches como esta, cuando ella lo escucha con atención.

Pero puede suceder, y sucede, que frente a la princesa no hay nada más allá o más acá del muro. Está sola. La distancia no le permite decir demasiado y, lo poco que dice, corre el peligro de no ser escuchado.

Confieso que suelo pasar por allí, cerca de esa torre en la que está encerrada, para tratar de escuchar cada cosa que dice. A veces se oye un susurro, a veces una sonrisa disfrazada de susurro… a veces una carcajada retumba por las paredes y llega hasta mis oídos. Cierro los ojos, un poquito no más –es esta distancia un lugar peligroso- y trato de imaginar la mueca que hace al emitir cada sonido.

Y espero. Con algún sonido que dice recordarme o que presume que no lo hace. Pero eso es lo de menos en este instante. Dije que hablaría de princesas, no de los que las esperan o las buscan o tratan de visitarlas a sabiendas de que sólo tendrán de ellas eso, esos sonidos de los que he hablado.

Encerrada en su torre, como alguna de esas princesas de los cuentos que alguna vez a todos nos leyeron, ella pasa sus horas, supongo, dibujando números a diestra y siniestra, sumando, restando, aplicando fórmulas ininteligibles para cualquier flautista despistado más pendiente de las lides de las letras, por ejemplo, o simplemente preocupándose –ella- por la vida que dejó atrás para acudir, no tan voluntariamente a este encierro.

Mirará de vez en cuando por alguna de las ventanas que la rodean hacia el mundo. Pero la vista es débil y no alcanza a enterarse de lo que se dibuja y vive más allá del horizonte cortado por nubes, árboles y lloviznas mal disfrazadas de aguacero. Por eso mira hacia la pared, hacia el muro del que he hablado antes, y logra mirar con enorme claridad todo cuanto quiere ver: la mano que la espera, la almohada que la extraña, la cocina que se deja penetrar por el frío sin enterarse de su ausencia, el auto que enciende su motor ansioso de llevarla a algún destino, el libro que desea ser leído por sus ojos no tanto por las palabras que puede regalarles, regalarle a ella misma, sino por poder abrir sus hojas y mirar sus ojos, percibir el leve murmullo de su voz, robarse pequeñas partículas de su aroma, sentir el breve toque de sus dedos al pasar la página. Los dedos que, a su vez, mirándola desde este, algún rincón lejano, quizás escondidos detrás de la ventana, del muro, quieren acariciarla.

Algún ruido, intruso, maldito por los ausentes, la despierta, la distrae, la atrae hacia la realidad de su encierro. El polvo, las reuniones, las cuentas, la multitud de cifras que la agobian, el cansancio que no puede espantar, ya por costumbre, ya por necesidad, ya por sueño.

Realidad de la que me hablan sus sonidos, sus susurros, sus gritos secretos y sus miradas a través del muro.

¿Quién sabe qué le dirán mis palabras detrás de las paredes? ¿Quién sabe qué sonidos escuchará a través de sus ventanas? Sin duda muchos, muchas, mucho, todo hará ruido, bulla, gritos para ser escuchados. Quizás la muchedumbre que golpea insistente el horizonte amenazando con derrumbar la distancia no le permite escuchar con claridad las voces que la llaman. Pero ella sabe que están allí. Me conformo con saber que sabe de la mía. Me revienta un poco [mucho en realidad] que sepa de otras. Pero este es mi cuento o mi historia o mi escrito, y yo decido de qué cosas hablaré. Y esas, las omito conveniente, saludable y rabiosamente.

Ahora, mientras escribe, digamos, un número más, un memo, una constancia, una nota de esas para no ser olvidadas más tarde o se sienta a escuchar la más tediosa y magistral de las reuniones, se toma el tiempo de una confesión. Se asoma a la ventana, busca por ahí una sombra que sabe que siempre estará, y le deja saber que lo ha recordado. Y ríe. Es una infidencia algo simpática que provoca en esa sombra una sonrisa enorme, como siempre, de medio lado, pero enorme. Sonrisa que se atreve a ser carcajada y a ser, por qué no, canción.

Pero es bien sabido que el flautista –paradoja- poco o nada sabe de cantar o crear melodías. Su arte, si lo es, son las letras. Y se sienta a escribir. A juntar palabras y asesinar los globos mentales que orbitan su cabeza.

Ideas, globos, que metamorfosean en el aire para transformarse en letras, en palabras, en frases, oraciones, tinta, párrafo, hoja, página y piel. Una historia que no lo es, un escrito que se transforma en mano, en dedos, en yemas y que sólo pretenden hacer más cálida la lejanía de la noche, romper, quebrar la distancia, atravesar muros inquebrantables, descubrir un rostro oculto tras un mechón de cabello, acariciar unos labios, una mejilla, un oído y penetrar en él para, finalmente, contarle la historia de un flautista que no sabe tocar la flauta, que conoce una que otra canción ajena que se atreve a dedicar, pero que, en cambio, se atreve a escribirle, a esperar abajo a que ella, por fin, pueda salir de allí, lanzar sus largas trenzas y permitirle subir. O mejor, un flautista que habla de princesas que se echan encima la comida, que pueden mirar a través de los muros y que esta noche, se toman la molestia de leerle.

Una princesa que, digo yo, se deja hablar por estas palabras y permitirse, como lo dije al principio, una sonora carcajada, pero ahora silenciosa, susurrada. Es tarde. No hay que despertar a los protagonistas de otras historias que tal vez nadie contará.

Ahora escucho el susurro de su carcajada. Es mi pie para irme. Hasta mañana, cuando trataré de volver. Feliz noche.

jueves, 19 de agosto de 2010

La muchacha que se sienta al lado

"…odio los buses que cargan esperanzas con la muchacha de al lado, esperanzas que se frustran en toda hora y en todas partes…"


 

La muchacha que se ha sentado a mi lado en el bus tiene ese aroma que lo pone a soñar a uno con pronósticos que no se van a cumplir. Las rodillas que se insinúan a través de su bluejean obligan a imaginar lo que podría ser un muy aceptable par de piernas. Sus tenis Converse blancos de Metallica –edición limitada- incitan a mi boca para que la invite a caminar. Por ahora, silencio.

Sus manos son algo más que perfectas. Así lo asumen mis ojos. Se presumen frías a la distancia. Supongo que sería lindo dejarse acariciar el rostro por esos dedos largos y limpios que se abandonan al deseo ajeno. El color de su cabello me pide que extienda hasta el extremo más lejano posible la mirada del rabillo de mi ojo. Es negro, juega alegre y hostilmente con el viento y un pendulante mechón anuncia su rostro a la vez que lo cubre.

Mis ojos, a esta altura del relato, han perdido cualquier escrúpulo y mi cabeza obedece. Sin demasiado disimulo miro su boca grande y risueña; sus ojos verdes y oscuros enmarcados en unos bonitos lentes de montura roja, sus facciones firmes y serias, las mismas que no ocultan con suficiente éxito un pasado lejano y no, en el que ha gozado desde el más íntimo de los placeres hasta el más estúpido de los chistes.

La miro casi de frente y el temor de ser descubierto da paso al deseo de ser correspondido, si no con una mirada igual de intensa, sí con una sonrisa o un gesto, si se quiere, de incomodidad o algo. Algo.

Esto es lo malo de viajar en bus. Se suele elevar la imaginación a la máxima y más ridícula de las potencias. Debo reconocer que la idea de salir caminando tras ella apenas decida bajarse del vehículo vino acompañada de una fantasía en la que su cuerpo desnudo se dejaba arremeter por el mío.

En la otra orilla de mi hilarante e imaginativa selección de fantasías, están mis manos descubriendo su ojo izquierdo; alejando el mechón travieso y anclándolo detrás de su oreja; intento que fracasa casi de inmediato al derrumbarse todo y notar cómo un alud de cabello se abalanza suave y alegremente, otra vez, sobre su rostro.

La mujer que se ha sentado a mi lado en el bus ha descendido. Obedezco a mis impulsos y bajo tras ella. Camino un par de calles más de las que requería para llegar a mi destino, pero me acompaña, feliz sorpresa que interrumpe mi itinerario, su figura mientras la persigo. Clandestino espía a pocos pasos de sus pasos.

Como lo tenía planeado al iniciar mi viaje, me acerco a la taquilla, elijo (?) la mejor película disponible, la silla más acorde a mis ojos y mi comodidad, pago el tiquete, ingreso a la sala, ocupo mi lugar y me dispongo a guardar silencio –casi- durante un par de horas. Casi.

La muchacha que se ha sentado a mi lado en el cine tiene ese aroma que lo pone a soñar a uno con pronósticos. Mi brazo la rodea y mis dedos –torpes, es bien sabido- juguetean con su cabello. Ella sonríe; hago lo propio. Luces, cámaras, acción.

Es bonito venir a cine con la muchacha que se sienta al lado. La de los lentes rojos, la de los tenis blancos. La que tiene un formidable mechón de cabello cubriendo su rostro. La que se deja besar por mis labios mientras mi cara se deja acariciar por sus dedos largos, blancos y fríos. Como lo supuse hace un rato, es lindo que lo haga. Y que lo haga, precisamente, la muchacha que se sienta al lado.